Llevo unos días muy ingratos, dominados por el cansancio y la desgana mi cuerpo y mi mente vagan por la angostura de este espacio, los ojos a media asta apenas invaden las esquinas y los zócalos mugrientos, las manos enlentecidas, la boca semiabierta, los hombros vencidos, mis pensamientos extrañamente parejos a esta actitud corporal tan asténica circunvalan ideas esmirriadas o degradantes, muy alejadas del principio hedonista que suele regirlos. Creo que estoy mal alimentado, no tengo dudas sobre eso, mi dieta es pobre en nutrientes necesarios para mantener una actividad viva, delirante y acorde a mis capacidades, lo sé, y ellos también lo saben y me malnutren con calculada sevicia, me cago en todos los dioses del Olimpo menos en uno. Y el agua que me dan a beber es ligeramente amarga, el vino es tan peleón que lo uso para limpiarme la roña de los tobillos. Hace un tiempo incalculable que no disfruto de postre, ni lácteo ni frutal ni granizado. Hasta hace unos días he llevado todo ese sufrimiento culinario con un digno estoicismo monacal, como es propio de mí, sin quejarme ni mostrar signos de debilidad, manteniendo tersa mi piel y ágiles mis articulaciones frotándome escarcha que tomo del alféizar de la ventana y realizando ligeros y frecuentes ejercicios físicos a lo largo de las horas interminables.
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