En sueños, veo murallas derruidas a lo lejos, mis pies sobre la hierba alta que inclina el viento en la cima dócil de una colina. Un animal reposa a mi lado, un felino tal vez. En esos sueños, que he soñado ya incontables veces, en ocasiones aparece un río caudaloso y bravo sobre el que unos hombres sin rostro se afanan en la construcción de un puente, unas veces rudimentario y de madera, otras con todos los adelantos técnicos de la ingeniería moderna. En todos esos sueños, muy parecidos, me siento libre, una tenaz alegría recorre mis venas, las ganas se salir corriendo hacia allá son irreprimibles, gozosas. Es una clara mañana y el cielo muestra un azul tan sosegado que nada más alzar la vista comienzan todas mis sospechas. El guardia renqueante de sucia barba y voz áspera acude en mi auxilio con sus golpes retumbando sobre la metálica puerta: me despierta de la pesadilla. Descorre el cerrojo, entra, me mira el temblor de las manos, el sudor de la frente, el pavor en el rostro, sonríe con esa sonrisa grosera y estulta de que son capaces esos seres que habitan las regiones más ínfimas del intelecto, y me deja el pan y la leche agria en el rincón antes de desaparecer tras el portazo. Ignoro qué ritmos ocultos del corazón me conducen hacia tan dolorosos estertores matutinos, e ignoro igualmente por qué la visión real, cotidiana, puntual y horrenda del guardia logra calmar esa ansiedad atroz. Porque tendrían que ver al secuaz, sólo le falta la cornamusa. Pero me alivia ver esa cara de imbécil que es la cara que imagino en casi la totalidad de la humanidad. Acaso por eso.
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