
Ayer me desplacé a Granada. Solo, empujado por alguna necesidad inexplicable. Me gusta conducir, me gusta andar por las calles sabiéndome desconocido, procurando establecer un punto de conexión casi indisoluble con el resto de la humanidad, aunque la aborrezca. Inevitablemente, y quizá sea éste el motivo último, visité algunas librerías. Al menos, ésa fue la excusa que di para ausentarme.
Llego a Granada. Granada es una ciudad desierta, quiero pensar que es una ciudad desierta. Poco a poco se ha hecho mediodía, no sé bien de qué día: el sol se desliza espeso pero impenitente por los blancos de las paredes. Jadean las sombras con el sonido de los perros que han corrido. Las lenguas fuera. Les falta el resuello y se arriman a la frescura de los arrayanes de las plazas, bajo los árboles. Yo miro las cuestas, el asfalto: no queda nadie en la ciudad. Están la Alhambra y el Generalife con las puertas abiertas, rezumando las teselas su fresco sosiego, dejando penetrar el aire que mordisquea los arcos. Imagino que no hay turistas ni claveleras (ahora ofrecen, esas gitanas gordas y obscuras, envueltas en ropajes excesivos y misceláneos, ramitos de romero, a cambio de unas monedas, y entonces, te toman la mano y pretenden descubrirte el futuro, y lo que es más espantoso, el pasado). Todo está vacío, sujeto al silencio de mi imaginación: ni coches ni autobuses. En las ventanas abiertas de las casas, también vacías, se agitan sin ruido las telas blancas y transparentes de las cortinas. Por no quedar, no han quedado ni pájaros y hasta se huele cerca la ilusión del mar. ¿Lo estás viendo, Laura? Se oyen ecos de agua, amansados el Darro y el Genil. Los arcos turgentes tan desusados, la piedra: si alguien lamiese las yeserías sentiría en la lengua un gusto a sexo apretado. Te invito a mirar, y miras cómo está a punto, faltan dos instantes para ello, de hacerse líquido el Sacromonte. ¿Y el olor? Huele a frutos maduros a punto de estallar, encentados, a higos que están reventando su dulzor bajo la luz. Se ha vaciado Granada entera para mí. Tengo todos los jardines, todo el agua, todo el aire, todos aquellos sonidos que se desprenden de esta soledad imaginada. La Alcaicería y el Albaicín. Cada milímetro que describe cada curva ha sido trazado para mí, hoy, mientras yo me deslizaba por la carretera, se iba obrando ese milagro indescriptible. Puedo elegir ahora cualquier lugar. Puedo elegir todos y cada uno de los lugares para amar a alguien. Acaso a mí mismo. Es insoportable y espeso el aire de esa Granada abandonada que ha sido dispuesta para mí, hoy, está casi encendido, está a punto de prenderse en llama voraz. Podría prenderse en cuanto un grano indistinguible de un desconocido amor, igual a mí, se pose y caiga sobre mí. Podrías vaciar un día la ciudad, como yo hice ayer.
¿No has recolectado nada para mí? Penetré en mi librería, la única a la que acudo en momentos así, también desierta y sin contaminar por lectores víctimas del consumismo, y encontré por fin a mis autores, a Knut Hamsun, a Alice Munro, Vaslav Nijinski, Schreber, Sloterdijk, Huysmans, Augieras... todos allí sonriendo desde un burladero compuesto de neblinas y azogue, todos, acaso, expuestos a mis deseos, todos, acaso, testimoniando la inconmensurable estupidez del ser humano.
Llego a Granada. Granada es una ciudad desierta, quiero pensar que es una ciudad desierta. Poco a poco se ha hecho mediodía, no sé bien de qué día: el sol se desliza espeso pero impenitente por los blancos de las paredes. Jadean las sombras con el sonido de los perros que han corrido. Las lenguas fuera. Les falta el resuello y se arriman a la frescura de los arrayanes de las plazas, bajo los árboles. Yo miro las cuestas, el asfalto: no queda nadie en la ciudad. Están la Alhambra y el Generalife con las puertas abiertas, rezumando las teselas su fresco sosiego, dejando penetrar el aire que mordisquea los arcos. Imagino que no hay turistas ni claveleras (ahora ofrecen, esas gitanas gordas y obscuras, envueltas en ropajes excesivos y misceláneos, ramitos de romero, a cambio de unas monedas, y entonces, te toman la mano y pretenden descubrirte el futuro, y lo que es más espantoso, el pasado). Todo está vacío, sujeto al silencio de mi imaginación: ni coches ni autobuses. En las ventanas abiertas de las casas, también vacías, se agitan sin ruido las telas blancas y transparentes de las cortinas. Por no quedar, no han quedado ni pájaros y hasta se huele cerca la ilusión del mar. ¿Lo estás viendo, Laura? Se oyen ecos de agua, amansados el Darro y el Genil. Los arcos turgentes tan desusados, la piedra: si alguien lamiese las yeserías sentiría en la lengua un gusto a sexo apretado. Te invito a mirar, y miras cómo está a punto, faltan dos instantes para ello, de hacerse líquido el Sacromonte. ¿Y el olor? Huele a frutos maduros a punto de estallar, encentados, a higos que están reventando su dulzor bajo la luz. Se ha vaciado Granada entera para mí. Tengo todos los jardines, todo el agua, todo el aire, todos aquellos sonidos que se desprenden de esta soledad imaginada. La Alcaicería y el Albaicín. Cada milímetro que describe cada curva ha sido trazado para mí, hoy, mientras yo me deslizaba por la carretera, se iba obrando ese milagro indescriptible. Puedo elegir ahora cualquier lugar. Puedo elegir todos y cada uno de los lugares para amar a alguien. Acaso a mí mismo. Es insoportable y espeso el aire de esa Granada abandonada que ha sido dispuesta para mí, hoy, está casi encendido, está a punto de prenderse en llama voraz. Podría prenderse en cuanto un grano indistinguible de un desconocido amor, igual a mí, se pose y caiga sobre mí. Podrías vaciar un día la ciudad, como yo hice ayer.
¿No has recolectado nada para mí? Penetré en mi librería, la única a la que acudo en momentos así, también desierta y sin contaminar por lectores víctimas del consumismo, y encontré por fin a mis autores, a Knut Hamsun, a Alice Munro, Vaslav Nijinski, Schreber, Sloterdijk, Huysmans, Augieras... todos allí sonriendo desde un burladero compuesto de neblinas y azogue, todos, acaso, expuestos a mis deseos, todos, acaso, testimoniando la inconmensurable estupidez del ser humano.
Naturalmente, cuando pisé de nuevo la calle la acera estaba sucia, mojada, hacía un frío de cojones y, lo que es peor, alguien la había repoblado de viandantes crispados, celerosos autos, vertidos de ruidos ininterrumpidos y obstáculos. Siempre cumplo los plazos. Regresé a mi abismo.