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domingo, 27 de abril de 2008

La locura.


Dijo que se le había pasado el arroz. Reconocía a ráfagas que se arrastraba penosamente por la existencia desde décadas atrás y que el perro que lo acompañó los últimos cuatro años se le escapó ayer, tras mirarlo con insistencia. Se le agotaban las posibilidades a cada minuto, decía, y se miraba la muñeca con el reloj de manecillas y esfera blanca enroscado entre los vellos. Observé, al rato, que no andaba. Gritó quiero niebla y obscuridad, mirándome con unos ojos desintegrados, circundados por una tintura lívida de aspecto pulposo. Dijo que cada noche acudía a esta misma plaza, cada noche, escrupulosamente, a esta misma plaza y a este mismo banco, porque a estas horas a las que yo salgo para poblar esta plaza siempre poblada de individuos y animales y objetos nunca hay nadie y nunca nadie podría estar ocupando este preciso banco que es el banco que prefiero para contemplar mejor la calle con sus edificios sin ser visto ni perturbado, supuestamente, y en noches de ajetreo, por personas, personas que, como yo, alguna vez, y de forma incomprensible se me han acercado, ignoro por qué motivo y con qué intenciones, cuando yo, siempre, los rehúyo, al menos, siempre, rechazo su conversación y mucho más su compañía, hasta hoy. Y volvió a decir la frase del arroz. El mundo es una broma pesada, o no es una broma pesada pero sí una broma, un circo, el circo es divertido y luego es triste, tiene su tragedia en medio de ese divertimento específico. No hay sistema que sirva para comprender al hombre, dijo, y dijo también, a mí se me ha cortado la mayonesa. Me quedé sin fuerzas nada más abandonar la infancia, nunca debí abandonar la infancia, pero sin duda me empujaron a ello con una brutalidad desmedida, qué le puedo decir al respecto, si usted, que tiene barba, seguramente ya lo sabe, y si lo ignora es que forma parte de todos esos imbéciles que, como sí sabemos todos, sostienen el sistema perfectamente organizado para destruirnos de forma implacable y aterradora. Mi problema es que no he sabido escapar a tiempo, siguió, y ahora he encontrado el medio, a través de la locura, una locura concienzuda que he adoptado como adopté al perro, y por la misma época, que ahora ya no me sirve tampoco, porque estar emparentados con los locos sirve durante un tiempo, más o menos largo, que luego se agota, y toma forma de pesadilla, uno deja de asearse, come mal, duerme poco o no duerme, no encuentra amparo ya en nada, y si salgo a estas horas es para disolverme en la niebla y en la obscuridad, para respirar sin apetencia. Se echó atrás sobre el respaldo del banco y cruzó las piernas con esfuerzo. Miró la luz de la farola, los insectos se agolpaban alrededor, y dijo, no puede uno liberarse de las mentiras porque no puede uno liberarse de sí mismo, como no puede uno liberarse de los amigos porque nunca tuvo amigos, pero sí gente que lo asediaban con preguntas estúpidas, con recomendaciones absurdas, con buenos deseos y todo eso lo hace a uno vomitar en cuanto tiene la menor ocasión. Hubo una pausa larga, un silencio cómodo, refrescante. Había venido aquí esta noche con la intención de matarme, dijo, y me enseñó un tarro que extrajo del bolsillo de la chaqueta. Matarse era como el gran vómito que tendría que limpiar la sociedad, imagínese, señor, usted sabe, la cantidad de elementos que se ponen en marcha cuando encuentran un cadáver, un mecanismo bien engrasado para lavar las conciencias, sanear el espacio, mostrar toda la asepsia posible, etcétera. Le ofrecí un cigarrillo entonces, y dijo, no, voy a regresar a mi habitación, voy a postergarme un día más, voy a esperar la vuelta del perro. Y mañana estaré aquí, señor, y entonces le aceptaré ese cigarrillo. Entonces se levantó con todo el esfuerzo, me miró a contraluz durante unos segundos y comenzó a caminar vacilante, mascullando cabizbajo.

domingo, 20 de abril de 2008

Sinergia del amor.



Otoño de 1930.


Fernando:

Para mostrarme su desprecio, o por lo menos, su indiferencia, no era preciso el disfraz transparente de un discurso tan bien perfilado, ni la serie de “razones” tan poco sinceras como convincentes, que me ha escrito. Bastaba con decírmelo. Así, con la carta que me remite, lo puedo entender igualmente, pero me hace sufrir más.
Si prefiere a la señora que lo ronda antes que a mí, -ésa de quien se siente tan atraído-, ¿cómo podría yo tomarlo a mal? Fernando, puede preferir a quien quiera: no tiene obligación -creo yo- de amarme, ni realmente necesidad (a no ser que quiera divertirse) de fingir que me ama.
Quien verdaderamente ama no escribe cartas que parecen requerimientos de abogado. El amor no estudia tanto las cosas, ni trata a los otros como reos que es preciso juzgar. ¿Por qué no es usted franco conmigo? ¿Qué empeño tiene en hacer sufrir a quien no le ha hecho mal alguno -ni a sí mismo ni a nadie- a quien tiene por peso y dolor bastante la propia vida solitaria y triste, y no necesita que se la vengan a enriquecer creándole esperanzas falsas, mostrando afectos fingidos, sin saber con qué interés (o divertimento) ni con qué provecho?
Reconozco que todo esto es cómico, y la parte más cómica de todo esto soy yo. Yo misma lo encontraría gracioso si no le amase tanto, y si tuviese tiempo para pensar en otra cosa que no fuese el sufrimiento que tiene el placer de causarme sin que yo, a no ser por amarle, lo haya merecido, y creo que amarlo no es razón suficiente para merecer este castigo. En fin..., Aquí queda mi documento escrito: Reconozca mi firma y rúbrica:

Ofelia.


.......................................................................... . *** . ................................................................................


Noviembre, 1979.


Querida Ofelia:

No imaginas hasta qué punto la memoria es capaz de sorprenderme cada día con exquisitos y renovados obsequios. Frutas breves que, presuroso, paladeo con el propósito de que nada se escape a esos instantes de regocijo y éxtasis pasajero. Hoy fue el aroma de tu pelo, que me entró al tiempo de la mañana, en un deleite de vainilla y caramelo. Y te recuerdo, sí, con tu sonrisa abierta y tu cabello revuelto, en esa magia absoluta que ponías en cada gesto, y esos pequeños secretos que guardaban los perfumes de tu cuerpo. Bello tiempo aquel que precedió al de las llagas que te causaron mi ignorancia y atrevimiento. Sí, ya sé que aquel asunto no te gusta tanto que te lo nombre... pero es que a menudo me pregunto con qué capacidad o, incluso, con qué arrogancia, me perdonaste aquello... La enfermedad de Pilar va despacito, ya sabes que a estas edades nuestras, cuanto mayor es el mal muchísimo más lento. Agradezco tus consejos y esos detalles que siempre tienes con mi esposa y este mal plantado viejo, que celebra siempre tus noticias con sumo gusto y recreo.

Fernando.

domingo, 13 de abril de 2008

Ruptura.


Termina por aburrir el onanismo.
Termina por desquiciar lo glabro del silencio.
También es peligrosa la cercanía de unos con otros.
Te he despedido y me alejo.
Tal vez hacia las escombreras de la ciudad.
Tal vez te guardas una canastilla de razones.
También que te vas anegada de dolor.
Te has llevado todos los tequieros.
Trato de escarbar el rastro de tus pasos.
Tiembla el suelo bajo mis pies.


***


Precipitada contemplación de la agonía, me digo
y a la lágrima, vámonos ya de este sueño,
pero juntos y sin plazo.
No me atiende y desciendo
para alzar más tarde la vista, y clamo:
contémplame solo y desterrado,
otórgame de la palabra el mecanismo.
Se diluye el espacio impreciso,
lo que otros urdieron queda memorizado
y los voceros permanecen al acecho.

martes, 8 de abril de 2008

El dolor.


Todos conocemos el dolor, el dolor propio alcanza las más altas cotas, el dolor del otro nunca es como nuestro dolor. Así que todo dolor es imperfecto, toda subjetividad es imperfecta y cada cual se otorga el retorno cansado, después de haber hollado la roca del dolor, como la mayor de las proezas. Hay quien se consuela contemplando el dolor de los demás: es cuando ese dolor ya no tiene retorno, cuando va a residir ininterrumpido, permanente, incisivo hasta el final. Se lucha contra la naturaleza de ese dolor de maneras inverosímiles. Leyendo a Alexis Zarythinos, en "El postrado", descubro una. Dice esta gota brillante de poesía:


Un poco, un poco más alto

colocadme, para ver en alta mar

los que se ahogan.


Vemos nítida la imagen: un hombre trozado de enfermedad, hecho migajas su cuerpo en una cama de hospital con ventanas al mar. Nadie lo visita. Ruega al movimiento infatigable de las enfermeras un ángulo para su vista, el ángulo preciso para que su sufrimiento salga fuera acompañado, o engrandecido, o silenciado frente a los que en el horizonte marino mueren. A modo de adehala pide la comprobación de que hay otros que más que él sufren, tanto dolor hasta su muerte. Su vida, aunque postrada, en un hilo aún avanza: es éste su contento.

Pero el dolor no es una unidad de medida. Resulta mezquino tomar la escrupulosa romana y depositar en un platillo una porción de dolor y en el otro otra. No se puede, ni se debe, ni se quiere escandir con los dedos el sufrimiento ajeno, tan sólo el propio, el que sentimos ha buceado con su acero por dentro de nuestra propia carne, que es el peor, el más indigno, el inmerecido. Y cómo respetar todo el dolor que no sentimos sino en ecos o despojos, cómo hacer para acercarlo, mitigarlo, acompañarlo y que eso sea verdad... Creemos a veces, y de forma estúpida, que cualquier tormento desconsolado es algo que engrandece, y que hay que despreciar todo el secreto de la felicidad. Y no, es una creencia falsa. Hay que acoger el dolor como si de un perro manso se tratara, acunarlo en sus segundos tibios.

Hay un dolor igual a esas ruidosas tormentas de verano: cuando termina, queda la tierra ebria y tranquila, y el sol no tarda en aparecer con sus alfanjes dorados. Este dolor se parece a la rabia. Luego están los otros dolores, secos desde siempre de lágrimas, o no, pero con cristales cortantes dentro, tan filudos que, si se hace un movimiento brusco, indebido, muerden la carne.

Y no hay tránsito, ni huida. Siempre pertenecemos al dolor.


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miércoles, 2 de abril de 2008

Ángel el Listo, pordiosero.



Golpes, golpes, sonidos de golpes, contundentes, cercanos, lejanos, sucesivamente, incansables ¿cómo representarlos? Latían en su cabeza, atronaban, paraban con una sospechosa quietud, como recogiéndose para precipitarse de nuevo con total brutalidad sobre los temporales, uno nuevo, el golpe, peor, terrible, desolador, atávico. Glu, glu, estoy entrenado para los golpes, hecho un hacha ya, de los golpes, ciertos, inciertos, sobre mí, ininterrumpidamente, estos años, entre la maraña de palabras estériles que pretenden anunciarlos, y luego aliviarlos. Pero no, algunos echan raíces, permanecen, crecen, extendiéndose por todo mi ser, bifurcando ávidos y perniciosos en sus interminables ramificaciones, atroces, convencidos de su poder, si pudieran, si quisieran, lo que harían, lo que destruirían, lo irremediable de su dolor, sus mezclas diversas, furentes, sobre mí, cuerpo sin alma, destronado e incapaz de soportar ofertas de salud que lo renueven, porque el espíritu está podrido por la corrupción y los venenos. Golpes y gritos desgarradores, y a lo lejos, murmullos inarticulados que hieren como amenazas si no cumples. Hoy siento frío, y es por lo largo de los días, porque tendré que inventar, sé que tendré que improvisar, para sostenerme, gemiré, reiré, cacarearé, me postraré, suplicaré, conservaré aquellos inservibles elementos que sostienen a los demás engañados pero sanos, en el seno de la sociedad, danzando sobre el –no hay ni que decirlo- peligroso filo de la cuchilla. Golpes, suenan acezantes ¿cómo representarlos? Sobre mi cabeza aplastada, vencida, voy a moverme, no puedo, todo gira, a gran velocidad, a poca velocidad, a una velocidad uniformemente acelerada, voy a estallar, a desintegrarme en medio de uno de estos golpes infernales, a esparcirme en porciones dispares, y nadie me sobrevivirá luego, porque nadie debe, ni habrá que dar explicaciones engorrosas a los viandantes, porque estarán muertos y no las pedirán, porque nadie puede, estarán muertos y no las pedirán, no las pedirán, no las pedirán, ni murmurarán. Ahora murmuran porque están vivos y contemplan el espectáculo deplorable de hombre destruido por la venganza comunitaria, yo. Objeto, golpes penetrantes para los que estoy capacitado, más que nadie, por un entrenamiento largo de años, sin tregua, un monstruo para encajarlos, yo, hasta la extenuación. No hay estremecimiento al que no pueda o deba sobreponerme, porque mi esclavitud es inmaterial y me permite sofocar los golpes, glu, glu, para lo que, como digo, y digo, fui entrenado durante años, decenas de años, hasta convertirme en un portento digno del mayor asombro. Golpes en los sueños, los sueños que nos aseguran toda la impunidad, como, por ejemplo, tentar un hermoso seno de una hermosa señora, mientras ella sonríe complacida ante la aquiescencia de su señor marido, burgués arruinado, sin recibir el castigo propio, físico o moral, o de la misma conciencia; o, como, por ejemplo, hervir unas singulares ideas y servirlas ante una corte de puritanos. Salvaje crece la flor de mi cólera, en mis sueños, sueños que me aseguran toda la impunidad. Golpes que ni restan ni dividen, ante mi desesperación, Ángel, qué listo, y cómo se arrastra por las aceras, aunque pontificando, trazando inauditos planes sobre devoluciones de astrosos libros hallados en la sepsia repugnante de los contenedores a quién sabe qué dueño, golpes, y con qué extrañísimo motivo pretender acercarse de esa forma estúpida a la vida de alguien, seguramente sano en su putridez, y que sin duda le echará los perros sañudos que duermen plácidamente sobre la alfombra frente a la chimenea de noviembre, sin ganas de trabajar. La epidemia de las ideas, listo eres, cabrón, que usas la abundancia etílica para alumbrar las más peregrinas, audaces y absurdas. Otro golpe más, sobre las paredes del cráneo, que te ha derribado sobre el erial, y ya hace horas que el sol flota sobre la curva azul y estás desamparado, a pique de un abismo de fin de todo, y eres lo que antesdeayer antes de los billetes, antes del aseo, antes del desayuno, antes del antes que nunca existió, porque ya tu memoria lo fue borrando con la tenacidad y eficacia de la que se ha alimentado estos años de fracaso, de devastación, de anulación, Ángel, listo. Listillo. Toma golpes, más golpes, los golpes son la sal del desposeído, y los necesita para sobrevivir, para sentirlos sobre su cuerpo enteco, coleccionista de moratones, los más variados, en su policromía, en su tamaño y en su disposición. Otro golpe, ¿cómo representarlo? otro golpe. No sobreviene la calma, porque la calma te mata, es un horror la calma, insoportable es la calma. La calma es la muerte en ti. No tienes crédito en la calma ya. Murmullos, voces.
-Éste es Ángel, el Listo –escucha.
-Sí, lo es –alguien confirma. ¿Seré yo? -Está destruido de tanto beber anoche.
-Parece enfermo, tiene un aspecto espantoso, tío.
-Vamos a recogerlo y acercarlo a un hospital, o al albergue.
No, no, no, gritas mudamente, pordiós, estoy bien, sinceramente, estoy bien, dejadme, dejadme, dejadme aquí, con mis golpes, con mi plan, con mis desdichas. Pero no tienes fuerza para enfrentarte a ellos, que te recogen, te aúpan y te trasladan sin apenas esfuerzo, para procurarte el alivio samaritano que te devolverá a tu otra noche, la más áspera. Y te llevan acompañado de tus golpes, en volandas, hacia dónde, dices, hacia qué, preguntas, hacia qué nueva tormenta…


** ** ** **

Estoy despierto y huele a medicinas, y un susurreo pacificador me rodea. Siento mis ojos depositados sobre un horizonte de vaga esperanza, y siento otros ojos clavados en mí que me advierten que no queda rastro ya de esperanza en mi ser, y me lo claman en cada pestañeo. Maldigo la hora de mi nacimiento, la hora de mi crecimiento y la hora de mi vida, cualquiera que ésta sea. Amén.
-Vamos, señor, tómese esta sopa.
-No me apetece.
-Tiene que comer, para reponerse. Ha sufrido un desmayo.
-Me gusta desmayarme. Soy aficionado a ello.
-Déjese de tonterías, que si no, me despiden a mí.
-Es usted muy guapa. No la despedirán.
-Lo harán si no se toma la sopa.
-Ya verá cómo no.
-No sea terco. ¿Quiere que le dé un beso?
-Nadie me ha besado desde 1980.
Y la señora sonrió. Y el Listo se acercó a la bandeja y tomó una cucharada de sopa, tibia ya.