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domingo, 10 de abril de 2011

Un domingo.


Con la levedad de un pájaro o una flor, ni apresurado ni convencido, desprovistos sus ojos de esa pérfida mirada que acostumbra, se ha presentado ante mí el guardián, sorprendiéndome, pues es domingo según mis precarios cálculos. Los domingos aquí carecen de itinerario, sucumben aturdidos por un tiempo de hastío indefinido y el aplomo de lo invariable. No me dejan leer, no me dejan pintar, ni esculpir ni evaluar mi desdicha en versos endecasílabos. Y ya es maldad, hay que sufrirlo. A veces descubro que es domingo transcurridos tiempo y asfixia por esos detalles que acabo de enumerar, si me fallan los cálculos, que a veces sucede, como consecuencia del estado de alienación en que me sumo para esquivar tanta atrocidad, y respiro hondo este aire viciado, espeso, aditivo próximo a la ponzoña. El guardián me ha mostrado una sonrisa inesperada, décupla por tanto, al tiempo que me comunicaba que hoy dispondría de un rato de asueto fuera de la celda, en el jardín exterior, frente a un horizonte que ya tengo olvidado a fuerza de capas de ira superpuestas. De pronto la incredulidad, un zigzagueo fugaz en mi mente, la posibilidad de la certeza, la luz de ahí fuera, un buscar la verdad en los ojos del mensajero que de pronto se da la vuelta y me ofrece franco el vano de la puerta metálica. Quedo inmóvil, pétreo, atrapado por lo que no es costumbre, comprobando por momentos la irritación del guardián que, de repente, se abalanza hacia mí con la intención de empujarme hacia fuera con tan buena suerte que tropieza con un tomo de las obras completas de Schopenhauer que dejé anoche descuidadamente en el suelo y cae a lo largo dándose un golpe triunfal en la frente. Exaltado y enfurecido recupera la verticalidad, la mirada asesina y las ansias de golpearme sin miramientos, y lo hace, puños, pies, rodillas se clavan en mi desnutrido cuerpo que es desplazado así hacia afuera, primero al pasillo hediondo y tenebroso, luego hacia el patio desconocido y finalmente hacia esa luz prometida de la que recelaba con toda razón. Vámonos del hedor de la ruina, me vino a la mente. Y aquí estoy, impulsado por la barbarie, frente a este sol de hoy, esa brisa que cincela mi rostro con suave acometida, ese paisaje no muy excelso pero suficientemente terrible como para que luego me sirva de consuelo en la humedad de la celda o para espantar los mil pavores nocturnos. Si hago un esfuerzo inimaginable puedo imaginar que tras esas colinas deslumbrantes espumea el mar. No hay nadie más, y vivo estos momentos con la angustia de saber que en menos tiempo del que preciso volverán a tapiar la puerta.