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lunes, 31 de marzo de 2008

Otra vez se va marzo.


Guardo de ayer verde en los ojos,

de hoy un cielo de azul mullido.

De ahora las mariposas descolgándose como hiedra

y el olor a geranio por entre los libros.

Te paseé las manos por el pensamiento,

acaso te cansaras.

Cuando la primavera quiere nacer, oblación callada,

se mece el calendario de la vida tras sus altas verjas.

Una urdimbre, un abrazo de sutilezas:

cada espacio de sombra un olor diferente.

Cada hora de luz un contorno distinto en los brillos,

los colores de tan puros jugosos que llegan a rezumar en la pupila.

Y a ratos ráfagas de lenguas que levantan,

barren, esparcen esferas de olor y humedades.

Es el sonido eterno del agua.

Salvado por el cerco blanco de unos muros

relampaguea el verde en las cancelas.

Detrás, parpadean las hojas con un ritmo de secular calma,

las cortezas hendidas por la caricia de una tarde de tormenta.

A poco está el mar

y se adivinan pájaros

por entre las ramas de los olmos, los cipreses, los almeces.

Hay insectos junto a las flores.

De ese aire necesito llenar mis estancias,

de esa media luz filtrada por las hojas

y de tu presencia caprichosa, amenazante adelfa

escuchando a qué suenan las alas de mariposas.

.

viernes, 28 de marzo de 2008

El Renco.


El cojo volvía a casa en taxi, la pierna vestida de atalajes metálicos, cuando, nada más apearse, le asaltó una visión arrolladora, hasta el punto de que todo se borró en derredor de ella: sus ojos ávidos atendieron únicamente esa estampa deslumbrante que caminaba hacia él con un andar armoniosamente desasido. El corazón desbocado, relinchando en los prados mismos de la garganta; el tino desatinado; la pierna ajustándose con atávica inverecundia a los más certeros parámetros de la cruda realidad: la cojera inocultable. Era Ella, su ser, preciosísima, derramando un suave perfume de hierbas y azuzón de romero, y con un halo de golondrinas escoltando la belleza de los cirros que formaban los cabellos sobre su cara, la que se iba acercando a donde él estaba, diríamos que petrificado en su obnubilación oblonga. La miró -es que la tenía que mirar- a los ojos, como miraría un esclavo a su dueña. Pero también como ofreciéndole los confines inconquistados del reverso del mundo y todas sus riquezas inimaginadas, que él extraería del subsuelo más obscuro, de las cumbres de las montañas más altas, de los lechos de los ríos más bravos, y de las profundidades más abisales del mar. Ella, Soledad, su ser, percibió el calor ofrecido, oferente, que manaba centelleante de las pupilas de Renco, se sintió tocada por ese rayito, y le sonrió de forma imperceptible. Ese leve sentimiento pungido de sus labios tuvo el efecto de un ancla cuando, de golpe, se deja caer al fondo para sujetar la nave en el cuerpo todo y en toda el alma del cojo. Ella, esa mujer, que no es lo que todos piensan, o malpiensan, sino que es Ella, omniabarcante en su ser, la que trajina en sus días y se expone en la ventana para dársele en los días más tristes de sus días, que son todos, le había mostrado su mirada y sus labios rojos y afilados mientras él, presa de la confusión, seguramente escorzado y ridículo, trataba de rendirse a sus pies, vestidos con la desnuda prenda que la separaba del suelo mortal. Y bajó la mirada a ese suelo recorriéndole las piernas de lamible perfil al tiempo que el culo de Ella, su ser, le sobrepasaba hasta perderse tragado por el portal que la conduciría a su apartamento.

jueves, 27 de marzo de 2008

La otra versión sobre la puta.


Cuando el cojo subió a su casa, arrojó el bastón con que fingía su falsa cojera, se descamisó de los románticos sentimientos que, a veces, son tan necesarios en el juego de la simulación y la seducción, y recordó. Él bajó del taxi y la vio acercarse. Apreció las curvas de su jugoso culo y le buscó los ojos con la mirada, en espera de algún mínimo gesto, una sonrisa oferente, una miaja de coquetería. Ella, sin embargo, sorbeteaba un helado y pasó por su lado sin apenas darle una mirada. Él se encogió de hombros y como era tarde y hacía frío y el apetito extemporáneo arreciaba, dejó para otra ocasión su plan de seducirla y se fue a casa, en la que bastantes trajines y preocupaciones tenía como para dedicarle a aquella desconocida un primer y muchísimo menos, un segundo pensamiento. Y se sentó a contemplar este cuadro de Klimt en una revista.

La misma puta en tercera persona.


Ella cruzaba la calle cuando lo vio salir del taxi. Sorbeteaba un helado pero, a tiempo, salió de su distracción para fijarse en aquel hombre que le miraba el cuerpo con golosina. Alzó los ojos hacia él y le fingió esa vieja sonrisa que, es fácil hacer, consiste en parpadear y arrojar chispitas por las pupilas. Se fijó, sin embargo, en su feo aspecto y decidió que aquel hombre no merecía tan largo esfuerzo, tan denodado juego de seducciones, simulaciones y trampantojos, y regresó a su helado mientras se adentraba en el portal.

La puta.


Esperé apoyada contra un muro para hacerme la encontradiza. Lo vi bajar de un taxi. En la distancia, el sol de la tarde me tupía los ojos y observé su silueta, tal como la que percibía en la ventana. Me acerqué hasta él y alcé los ojos para buscar los suyos, por ese viejo prejuicio de que las personas somos máscaras excepto en nuestras miradas. No eran grandes, sus ojos; no eran fieros ni espectaculares. Pero estaban tomados por la ternura, y la ternura, en mi soledad y mis sombras, suele ser un matiz que me sobrecoge, como sobrecoge más una ermita que una catedral de ésas imperiosas. Por esa ternura emanada de sus ojos, le sonreí con los míos y sentí el impulso de darle un abrazo muy fuerte o, mejor aún, de pedirle que me abrazara. Pero no pude hacerlo, porque le sentí de pronto incómodo e inquieto y, por el viejo prejuicio de las soledades y de las sombras y de las heridas que quizá dejó otro hombre, pensé “Ah, vaya. Para él sólo soy la puta.” O peor aún “Ah, vaya. Otro que tampoco querrá quererme”. De modo que me giré y, presurosa, me adentré en el portal, con las puertas decoradas con plantas y espavaranes. Me senté en el sillón, encendí un cigarro y lloré de tristeza.

martes, 25 de marzo de 2008

Allá lejos.

En dos días santos y uno de gloria, huido del bullicio cerril de las procesiones, me he leído un libro de un autor francés del siglo XIX, Joris-Karl Huysmans. A quien me lo recomendó le hago siempre y todas las ocasiones caso. Nunca ha fallado hasta ahora. Es astuta. La novela lleva el título de "Allá lejos". Es buena, es ilustrativa, tiene poco desperdicio. Quiero extraer unos párrafos aquí.
"Y en fin, ¿no era el dinero el más descorazonador de los enigmas?
Porque, al fin y al cabo, con él uno se hallaba ante una ley primordial, una atroz ley orgánica, promulgada y aplicada desde que el mundo es mundo.
Sus reglas son constantes y precisas. El dinero se atrae a sí mismo, intenta aglomerarse en el mismo sitio, prefiere a los criminales y a los mediocres; y cuando, por una excepción inescrutable, se amontona en un rico cuya alma no es ni asesina ni abyecta, es estéril, incapaz de resolverse en un bien inteligente, no puede, incluso entre manos caritativas, alcanzar un objetivo elevado. Se diría que se venga así de su falso empleo, que se paraliza voluntariamente cuando no pertenece al último timador o al grosero más repugnante.
Es más llamativo cuando, extraordinariamente, va a perderse a casa de un pobre; entonces, si es limpio, lo ensucia inmediatamente; convierte en lúbrico al indigente más casto, actúa a la vez en el cuerpo y en el alma, a continuación sugiere a su poseedor un egoísmo bajo, un orgullo innoble, le insinúa que gaste el dinero en sí mismo, convierte al más humilde en un lacayo insolente, al más generoso en un avaro. Cambia en un segundo todas las costumbres, trastoca todas las ideas, metamorfosea las pasiones más tozudas en un abrir y cerrar de ojos.
Es el mejor alimento de los pecados importantes, y, en cierto modo, también es su contable vigilante. Si permite olvidarse, dar limosna, ayudar a un pobre, en seguida suscita en el pobre el odio de la buena acción; sustituye la avaricia por la ingratitud, restablece el equilibrio, la cuenta cuadra, no se comete un solo pecado menos.
Pero cuando es auténticamente monstruoso es cuando, ocultando el brillo de su nombre tras el velo negro de una palabra, se da el título de capital. Entonces la estrategia ya no se limita a incitar individualmente, a aconsejar robos y muertes, sino que se extiende a toda la humanidad. Con una sola palabra, el capital decide monopolios, edifica bancos, acapara materias, dispone de la vida, puede, si quiere, dejar morir de hambre a millones de seres.
Mientras tanto, se alimenta, se engorda, se procrea solo en una caja; y los dos mundos lo adoran de rodillas, mueren de deseo ante él como ante un dios."
Ya no volveré a tentar los juegos de azar.

martes, 18 de marzo de 2008

Variaciones para Laura.


Historia. Día de fiesta, el ocio es asaltado sin consideracíón alguna, y yo asomo los pies por la ventana, desnudos esperando a que los cálidos y cobrizos primeros rayos del sol los iluminen. Naturalmente no veo nada más que el cielo, no se me puede negar ese mérito, si es un mérito eso, sin quedar paralizado u horrorizado de inmediato. El cielo parece transparente y se funde con el mar que también parece transparente, tal vez sean la misma cosa, quién puede decirlo. No creas que esta postura me incomoda, pues tengo la suerte infinita de poseer unas ventanas de perfil bajo y muy adecuadas, por tanto, para sacar los pies a través de ellas sin que ello suponga un esfuerzo insoportable. La sangre acude a mi cabeza y se puede leer a Ovidio sin fatigarse tanto como cuando lees a Ovidio en cualquier otra postura, y sin ofender a nadie. Los feligreses acuden a su ritos religiosos, a sus actividades deportivas, a sus comentarios sociales, el periódico, el tiempo, el aseo del perro, pero mis pies ignoran todo eso y son afortunados por ese motivo, y se rascan convencidos de que todo lo que acontece es al fin pura inutilidad, o fingimientos innecesarios, maleza sin desbrozar y un sinfín de etcéteras apretujados y desalentados que pretenden alcanzar el grado de felicidad mínimo para no arrojarse a los precipicios sin dudarlo. No hay lamento si uno procura no perder el punto y establecer que todo lenguaje es un error precisamente del lenguaje, que es un acto primero y unívoco para programar el desafío. En ese momento puede sobrevenirme el hambre, no puede sustraerse uno a la llamada del hambre, puede estar uno planeando su suicidio con un convencimiento absoluto y sin embargo atender la llamada del hambre y entonces hacer un paréntesis y disponer de él para comerse un bocadillo de queso con pepinillos, no sin ira, he de reconocerlo, la ira frecuenta con intervalos cada vez más pequeños mi afición por la ira, como una atracción fatal y uniforme que, reflexiono yo, ya irá pasando de mi moda con el tiempo. No podemos descuidar ciertas cosas por muy afligidos que estemos, aun estando vencidos, una pulsión de algo nos impide completarnos, sospecho que de eso habló Jung, no puedo estar seguro, tampoco importa demasiado en este caso, ni en ninguno. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, por la ambigüedad... Es fabulosa esa tarea ambigua y celeste que nos hace reflotar y creernos que la maravilla nos va a asistir de un momento a otro y que todos nuestros reclamos, sin recelos, serán atendidos. Por ejemplo, veo mis pies desnudos cuando alzo la vista del libro de Ovidio y quiero creer que tengo tus pies del otro lado de la ventana pegados a los míos, en sentido antípoda, y noto esa tibieza agradable que va gestando un irreprimible deseo sexual, pero tú estarías flotando en el aire en ese caso, como materia etérea, evanescente podría ser, imposible de asir, lejos lejísimos. Te he encontrado, te he encontrado, gritaría, y el asunto no iría más allá de otro error del lenguaje que confirmaría que todo es error una vez más, y necesariamente. Tal vez ya va siendo hora de parar, encuentro dificultades para convencerte, me va pareciendo. De natural, la opresión de los días festivos tiene la singularidad de dejar un rastro grisáceo en las mentes empeñadas en llegar a algo. He de darme lástima ahora.

sábado, 15 de marzo de 2008

El fracaso del noumeno.


Me acaba de llamar una amiga y me comunica que no le quedan bragas limpias que ponerse, que qué puede hacer para solucionar el problema, que tiene que salir esta noche de pindongueo y que tiene apuros para salir sin esa prenda íntima a la calle, que qué iban a pensar si... Yo me quedo oyéndola estupefacto, preguntándome cuál es el motivo que la ha llevado a esa desgracia, si ha sido un descuido, si se le ha estropeado la lavadora, si se ha quedado sin agua corriente, si es que no tiene más que media docena de ellas en su cajón, etcétera, todo eso sin abrir la boca. De pronto se calla, y pienso que, a lo mejor, se ha cortado la señal del móvil, y yo puedo regresar a mi lectura de Magris olvidándome de inmediato de la interfecta, ella. Pero no, desafortunamente vuelve a implorarme. Entonces le digo que si ha pensado en el noumeno, y ella dice que sí, que es lo que más le importa, llevarlo ahí al fresco toda la noche, que hace una brisa gélida inconveniente, que está marceando más de lo debido. Y se calla de nuevo, como queriendo reunir fuerzas en ese silencio. Yo le advierto que no ha de confundir el noumeno con lo que ella lo confunde, y que se calme. Que, a unas malas, le puede pedir prestadas unas braguitas a la vecina de enfrente, o lavarse unas a mano lo antes posible, que si no tiene agua del grifo que use agua mineral, que, oye, todos mis descubrimientos pertenecen al campo de lo frágil y que esta situación me supera, que existen en el mundo adversidades mucho más crueles y que llevan años sin solución, y que ella debería arreglárselas sola en vez de llamarme, jodidos móviles, para transmitirme una preocupación tan beocia. Pero mi amiga insiste, y no sé cómo deshacerme de ella. Pienso en el siglo diecinueve, cuando la ropa interior era un reino de hadas, y me esfuerzo por no exponerle mi malestar, le digo que me siento avergonzado, le deseo suerte y corto. Se me han desvanecido las ganas de seguir leyendo, y me pongo a escribir esto en el blog, ante mi propio asombro, pese a la estultez tan evidente. Desde que empecé no ha dejado de sonar el teléfono. Es ella. Yo la imagino sin bragas, paseándose por el salón. Voy a enviarle un mensaje recomendándole que use cualquier braga sucia.

miércoles, 12 de marzo de 2008

La narración que nadie escucha.


Hay un montón de gente a mi alrededor, un número indeterminado de personas que hablan entre sí y otras que van y vienen. Una reunión cualquiera en la que yo también hablo, tratando de narrarme para los demás, de algunas cosas que considero importantes en ese momento. Todo es un enredo. Hace rato que descubrí que nadie escucha, que todos hacen lo que hago yo, narrarse, y que la narración no le llega al otro, porque este otro acude rápidamente a su propia narración. Todas las narraciones, por tanto, sucumben de inmediato. Se precipitan a un vacío del que ya nadie podrá rescatarlas. Trato de enmudecer antes de que esto se convierta en el despropósito que ya resulta. Antes les hablo de las fuerzas de las olas, del potente vendaval, de las riadas imparables y destructoras. Consigno que todo es aniquilamiento. Y entonces callo, sin que nadie se atormente por eso, y decido convertirme en una de las personas que van y vienen. No hago otra cosa que narrarme visualmente. Tampoco nadie me contempla.

lunes, 10 de marzo de 2008

Diez minutos.


Justo al entrar en la cafetería oí que alguien dijo, Todos vamos a perecer. No dijo, Todos vamos a morir. Proclamó con una voz fuerte que todos pereceríamos. Miré a la persona mientras agarraba la puerta de entrada, dudando ya si entrar o no en ese momento, dudando si abordar al profeta para solicitarle las razones de su aseveración o pasar de él, como parecía lo más lógico. Busqué sus ojos y luego a su acompañante, una mujer de aspecto agradable, joven, como él, y de tez blanca. Me decidí a entrar, cansado, dispuesto a abandonarme a ese pensamiento fatal tomándome un café y fumando un cigarrillo. Y entré. No hay nadie. Tomo conciencia de mi ruina espiritual. Miro hacia afuera buscando descubrir cómo era la cara de la mujer en el instante en que se perdía tras la esquina. Quise salir corriendo tras ellos, seguirlos discretamente, escuchar sus palabras, tal vez hacerme el encontradizo y abordarlos con cualquier nimiedad, invitarlos a un bar, darles mi correo electrónico, la dirección de mi blog, soy un hijo de perra. Le preguntaría, ¿La consecuencia de perecer? En vez de eso, me puse a contar baldosas, insistiendo en mi inabordable soledad, tratando de fortalecer, una vez más, el sentimiento de aversión que albergo desde hace decenios hacia mis congéneres, por mucho que griten en plena calle frases semejantes. Que esa vaga esperanza de hallarme en cualquier otro feneció en los tiempos en que comencé a ser consciente de mi brutal fracaso como persona. Que mi imaginación es amarga y viene hostigada por una carga de abandono que la hace retorcer los caminos. Que no es conveniente festejar las coincidencias hasta que no estemos a punto de eso, de fenecer. Porque, adivinaré, yo ya he fenecido, el camarero que se acerca displicente y mal afeitado a mi mesa lo sabe, lo ha advertido enseguida, y a pesar de todo se yergue delante de mí y pregunta Qué va a tomar, y yo que Un café con leche tibia, y lo sabe y no lo disimula, inflado por el prestigio de sus hazañas sexuales -cuando yo ni siquiera me masturbo ya por puro aburrimiento y desolación-, sabiendo que he fenecido hace años pero, a pesar de todo, no estoy muerto. Qué más quisiera yo esa generosidad de la Naturaleza, estar despojado de la vida, agrupado a otros cadáveres en los cementerios. Por primera vez desde mi infancia eficazmente de acuerdo con ellos. Un deseo ciego y obscuro me corroe. Ese deseo obstaculiza mi éxito social, y el éxito en todos los aspectos de la vida. Soy incapaz de doblegarme a ese sentido práctico y, a un tiempo, forzosamente hediondo que destila la Humanidad en su conjunto. Desprecio ese cariño baboso que compra bondades y que llega a encubrir a violadores de niñas. Desprecio a los camareros y a los notificadores de los ayuntamientos, a los médicos y a los que dedican su vida al deporte, a los funcionarios y a los religiosos, a profesores y alumnos, y así. Despreciar es una terapia que practico con frecuencia, sobre todo en los malos momentos, como ahora, y es una terapia que funciona y que no daña a nadie, bien mirado. Viene el camarero, que tiene las uñas algo sucias, y deposita la taza de café en la mesa y pregunta, Algo más, sabiendo ya que yo lo desprecio infinitamente, con una sonrisilla que tiene pegada una mota de saliva seca en el labio inferior. No, gracias, le digo para que comprenda que no es nada personal, que mi desprecio no deteriora, por muy repulsiva que me resulte su presencia, como así es. Se va. Ya está pensando, al darse la vuelta, en los manoseos que dedicará esta noche a su novieta. Concluyo que todo surrealismo no es sino pura retórica. Y que no deseo tener remedio. Siento ganas de llorar.

miércoles, 5 de marzo de 2008

El devenir anclado.


El balcón, los cristales.
Unos libros, la mesa.
¿Nada más esto? Sí,
Maravillas concretas.
Jorge Guillén.

EL DEVENIR ANCLADO

00:00 horas, en este cuarto, cuya bombilla, la que pende miserable del apulgarado techo, se niega a la orden del interruptor, así que le digo, es igual, la luz me asfixia, nos apañamos con la que se asoma, débil y amarilla, desde la calle, atravesando el sucio cristal de la ventana, los polutos y tristes visillos, hasta la cama, en un instante apropiado de su horizontalidad, tumbado, y esta mujer –ignoro quién es y de qué clase: parece una vulgar puta- que muestra sus muslos blancos y elásticos, que besa mis labios con fulgente habilidad, que los deja precipitadamente con una sonrisa de sardinas en lata, tras mi verbal y alopécico rechazo, una pesadilla de silencio, le digo, tengo sueño de morirme, y el taxista, con sus dientes de cebolla, con su mirada sin brillo, con sus manos artrósicas, apuró los últimos billetes que se humedecían en mi cartera, hiedo, además, al menos, casi le ruego, llevo tres días sin ducharme, la miro vencido, me mira, la mujer levanta una ceja bien depilada, entre interrogante y acusadora, se sube las bragas, se ajusta la corta falda y sale, anulada.
Antes del cuarto de bombilla estéril, de luz muda, y del taxi, hubo un bar, un bar menguado de clientes, y éstos tiritados por la excesiva crueldad de la vivencia, culpables tal vez, no sabemos de qué, posaban hundidos, solitarios y desparramados de forma desigual, vacíos, algunos, sí, algunos culebreaban hasta la salida para hendirse en la obscuridad siniestra de la calle, y yo fui uno de ellos, y de mi brazo, desnudo, colgaba una mujer, esa mujer, a la que había estado desgranando con lentitud exasperante y etílica el último año de mi vida, aciago, descubriéndole la intención de procurarme una muerte asquerosa, eso sí, sin prisas ni jadeos.
Deambulaba hacía dos horas cuando la encontré, me encontró, por los arrabales agostados de la ciudad, enraizada en el pecho una sensación de inciertas oquedades, todo el devenir impreciso, incoherente, que va desatando de forma constante el hecho real, desbocado, desafiando a cada paso una inextricable adversidad, mostrando sus obscuras fauces predadoras, yo buscando unos oídos serenos en donde depositar el cansancio y la mirada, una parte, apagándose, las primeras luces artificiales sobrevenidas, adornadas de insectos, una plaza sin algarabía, un banco desierto que ofreció su paz a mi desasosiego, el recurso fugaz del cigarrillo y la aparición de esa mujer de labios rojos y afilados pidiéndome un fuego prometeico, prestándome sus oídos, recogiéndome la mirada en sus cuencos de diseño, unos momentos, antes de invitarla a cenar, en una linde de la plaza, en un kiosco apurado ella pidió una cerveza y le enderezaron un bocadillo de sardinas enlatadas, sonriente, yo pedí dos cervezas con pausa, la miraba, mientras engullía, le contaba mis asperezas y desencuentros, que había matado la tarde bebiendo brandy en un tugurio infesto, sentado en una mesa junto a la ventana letreada, cafébarlapiedra, desde donde contemplé, abstraído, sin pena, cómo me robaban el coche dos jóvenes, es posible que delincuentes o aprendices, sometido por la circunstancia, sin pasión, pedí otra copa al enjuto camarero y creo recordar que esbocé una sonrisa.
Un vistazo al urinario, para qué describir, sí, una meada larga, espesa, de azufre, hedienta, y un amago de vómito, qué recuerdos.
Y acudí a la cita con el brandy tras almorzar con una mujer, la mujer a la que seguramente amo, aunque eso es algo que el mismo y constante devenir pudiera hurtarme de las mismísimas garras de lo puramente real, quizá, pues, en adelante, no la amo, pero yo suelo caminar hacia atrás, para permanecer, así que diré que la amo, que la amé: pero me escupió mi actitud desatesorada de la vida, desincrustadora de fulgores, y no me gustó que lo hiciera, ¿ves?, es posible que no, que no la ame, igual ni sé qué es amar, un fenómeno que precisa atención, afirman algunos que es una necesidad enfermiza que nos cura con pespuntes y nos somete , otros que si una debilidad que lo único que garantiza es el desengaño que nos acecha certero o la abulia, presta, digo, yo, si la amo deseo bebérmela cuando con ella estoy, sí, me la bebería, pero, al parecer, no es líquida, dime, dime si no es eso un signo de amor, tú que me oyes mientras masticas esas malolientes sardinas, las valederas piernas cruzadas, la paciencia sujeta por el hambre.
Me preguntó que por qué, que por qué la había llamado por teléfono a la oficina, lamibles sus pantorrillas bajo la mesa, para invitarla a comer, si ya estaba medio borracho, o todo, de no sabía qué, dentro de aquella cabina en donde sudaba como un pollo mojado o como un obrero en un andamio antes de los postres, a los postres, que no comí, le contesté sediento que porque deseaba bebérmela, que temblaban mis manos y sentía escalofríos desequilibrantes cuando su ausencia se prolongaba en el tiempo, tanto espacio, traté de sonreír para camuflarme tras la clara mirada de ella, azul, especificando su tristeza de mí, su valor, su orgullo y su remate de feria –si es que hubo feria.
Toda la mañana, con su claridad de asfalto, sus humos de escape y sus ruidos angostados, estuve rumiando si hacer o no esa llamada, qué tiranía, se me olvidó afeitarme, quizá porque ni siquiera hube de levantarme ese día de ninguna cama, ni me miré al espejo, claro está, ni creo haber pasado por la pensión esa noche, qué noche, ¿para qué?, tanta desnudez me deprime a la vez que eriza, el pensamiento híspido, al amanecer, desayuné con mis amigos de bendita, virgen, cristalina, perfumada alegría, ellos, insistieron en desconectarme de la adversidad que traía adherida a la ropa desde el pueblo, como si fuese una gallina de cine, pensé, pero olvidaron, se olvidaron de que había piel y huesos, y un devenir obtuso, mórbido, que impedía cicatrizar las constantes heridas, vitalistas bien miradas, y ellos, la amistad, o su metáfora, pretendían negarme la vida, ellos, los muertos atados al convencional sistema, sí, de moral y sometimiento acatado, a ellos, les vomité iracundo, ausente la pasión, sí, pero me pagaron el desayuno, dos cafés, y los cigarrillos, y me dejaron aquella soledad fría de agosto para acudir a sus confortables guaridas burguesas, y yo, acaso rehaciendo mi vida, la vida, a cada instante, sin raíces, sin la mansedumbre del rebaño, incierto, descosido, pero ufano, mis brazos levantados al sol, libre.
Toda la noche, aún antes del ágape de neblinas, anduve apurando el desprecavido instante devenido, aliviado por toda suerte de filosofías adúlteras y la trágala del alcohol gratuito, despotricando contra la igualdad del ser humano y abanderando una conveniente jerarquía que disponga cualidades y gradientes, en el amor, en el juego, en el trabajo, en la aventura, en el dolor, en el placer, etcétera, qué palabra, cavilo, menuda quillotranza, que no somos ovejas, que si asumimos el papel de gregario es sólo por despreciable debilidad, la debilidad del cristiano, la debilidad del socialista, la debilidad de Occidente frente a la vida, que se aferra al pasado ya desde el proyecto futuro, lo material casado con la moral que justifique y anquilose, el objetivo, morir vivo, vivir muriendo, alcanzar la muerte vivo, vivir muerto, permanecer cadáver, qué digo, si estoy completamente curda, aquí, en esta habitación sin luz propia, en esta pensión que no sé si podré pagar mañana, ni me importa, pues algún sortilegio articulará el devenir para hacerme fuerte de nuevo frente a esos seres inferiores de miradas torvas, provisionales también, pero más, y yo, sin ningún sentimiento trágico, holgado, difamado, ahora, casi la medianoche sobrevenida, y esa mujer que veo desde la cama en la que estoy hirviendo y que en un momento va a brindarme un portazo de ensueño, y esa luz amarillenta que se cuela asténica por la ventana, están para recordarme cómo se rehace la vida a cada instante, pese a todo, y que hay que vivir, o seguir viviendo, sin miserias, en desinencia permanente.


lunes, 3 de marzo de 2008

El aeropuerto.



El aeropuerto.

¿Usted sabe lo que es estar atrapado? Atrapado como un ratón en una ratonera, como un león en la jaula de un circo, como un esclavo en la ergástula, una aproximación al estrangulamiento. No hace falta que me conteste, las palabras son otra forma atávica de atraparnos, sólo sirven para engañar al otro, al que está dispuesto a escuchar, al que se deja engatusar por ellas. ¿Ve usted esos perros? Son perro y perra, y se están observando, se miran, se acercan, se olisquean, los morros, el sexo, es una cuestión de piel. Si esas percepciones que reciben de forma recíproca confluyen, coinciden, es decir, si se acaban gustando, se aparearán. Los humanos no somos así, nosotros preferimos usar la falaz palabra para hacer caer en la trampa al otro, para alcanzar nuestro propósito, generalmente éste aparearnos, copular, triunfar con esa mentira, con ese despropósito inicuo y destructor. No me diga nada, usted siga ahí, ensimismada, dando sorbitos al café, mirando extasiada a través de esas ciclópeas cristaleras, contemplando cómo despegan y aterrizan los aviones, cargados de gente que miente, que confunde, que aparenta cada día ser quien no es para supervivir, para determinarse, para sobrevivir a la crudeza de la existencia. Su perfil es hermoso, su pelo desprende un aroma de frutas, sus brazos desnudos y bien torneados incitan al exceso. Si usted volviera ahora sus almendrados ojos marrones hacia mí y expresaran aunque sólo fuera mínimamente la crepitación de una sonrisa, el aleteo alacre y breve de las pestañas, acercaría mi nariz a su brazo izquierdo para embriagarme de ese olor frutáceo y humectante. Y si esta nariz mía, grande y alabeada, no fuese torcida por un bofetón reflejo de su delicada mano, eferente y tibia, elevaría mis labios ansiosos hasta la redondeada pureza de su hombro para dejar allí la huella húmeda de mi beso. Veo que ha sonreído usted, que ha completado su hermosura con una sonrisa, pero ésta ha sido una sonrisa críptica, que encierra un enigma entre cáustico y coqueto, una sonrisa que ha preferido cercenar con otro sorbo al café, y yo he sentido una punzada de desdicha en el estómago. Sé que las palabras son un estorbo y yo ya estoy estorbando más que una espina en un ojo, más que un ciempiés en una almohada, y usted me gana, me gana porque me vence con su mudez, con su gesto extraviado, embellecido por esos rizos suaves y adormecidos que se abisman sobre su sien unos, sobre sus mejillas otros, sobre los acantilados besables de su tibio cuello de porcelana al fin. Usted, es probable, ignore qué es sentirse tan atrapado, tan confundido, tan desolado, tan sin esperanzas, tan. Sorpresa, ha injertado usted una frase, Esa ignorancia me mantiene feliz. Y me ha mirado con la levedad del ala de un colibrí. Inmediatamente se ha desligado, porque aterrizaba un descomunal Jumbo, un espectáculo soberbio, sin duda. Y yo emprendo de nuevo mi camino al esfuerzo, tratando de difundirme para usted, empecinada en su mudez sabia, llena de certezas. Siento ganas de desvincularme de usted de forma súbita, me da rabia. Pero miro esas piernas de gimnasta y sucumbo inexorable, tratando de adivinar el grado de elasticidad de sus muslos bajo ese vestido evanescente, floreado. ¿No ha pensado usted nunca en huir? No, seguro que no. ¿Sabe? Sólo podría cesar mi voz si usted oliscara mi pecho. Pero usted sabe que la estoy engañando, que toda esta palabrería sólo obedece a la intención de seducirla, de menoscabar la ingravidez celestial de su cuerpo, que yo, este pobre ser humano devastado y sin opciones pretende, sin ninguna garantía, follar con usted, y luego, qué... No me haga caso. No consentiré que usted se deje embaucar por mí, porque tengo la insoportable sensación de que me estoy enamorando de usted, de sus manos, de sus uñas, de la corrección de sus labios, del lustre que trascienden sus pezones. Por favor, aniquíleme usted a la mayor celeridad. Dígame que me calle. Levántese y camine hacia otros asientos, pida ayuda a un guardia jurado, considere que toda esta afabilidad mía no es sino un testimonio de lo poco serio de mis intenciones. Pero no desaparezca sin darme un beso antes.

domingo, 2 de marzo de 2008

La enfermera inflamada.


LA ENFERMERA INFLAMADA


Hace dos semanas fui sometido a una operación quirúrgica con el objetivo ruin, deplorable, antinatural de esterilizarme. Fue una sencilla vasectomía. Me colocaron por todo atuendo una bata verde abierta por delante, una especie de cofia y unos mocasines, tras lo cual me hicieron pasar al quirófano y me indicaron con mucha amabilidad que me subiera a una camilla, que no llegaba a mesa de operaciones. Me encaramé allí no sin esfuerzo mental y expuse mis atributos a aquella intemperie. Ni que decir tiene que me sentía cohibido, casi humillado en el interludio, viendo ir y venir a las dos enfermeras, una de ellas muy, aparentemente, joven y guapa. El cirujano permanecía en un rincón de la sala rellenando unos papeles. Ni me miró. Las enfermeras sí me miraron, incluso creí percibir, en mi turbación, cierto grado de morbo y mofa, una mezcla de obligación y desencanto, con sus ojos me miraron, únicamente podía yo verles los ojos a los tres, impedido por las mascarillas y los gorros. La enfermera aparentemente joven y guapa, además, llevaba los brazos desnudos y eran unos brazos armónicos, de piel suavemente sonrosada y una fina pelusa dorada en los dorsos que los embellecían aún más. Ni me fijé en los brazos de la otra enfermera (no parecía ni joven ni guapa). La operación transcurrió con absoluta normalidad, e incluso charlamos, el cirujano y yo, sobre filosofía barata y sobre literatura, concretamente Ovidio. Prometí regalarle, si sobrevivía, un ejemplar de “Las metamorfosis”, pues él sólo había leído, y decía que hasta releído, “Ars amandi”. Durante la charla se reveló que la enfermera aparentemente joven y guapa era, cómo decirlo, tonta. No exactamente tonta, claro. Ya me entienden. También descubrí su edad, y fue a petición del cirujano que me propuso adivinarla. Veintidós, dije yo. Fallaste, dijo ella mientras me sostenía el pene entre el pulgar y el índice, por cierto, parecía un pingajo en todo su estrepitoso desfallecimiento. Le pregunté, cuando lo soltó, si tenía novio, o algo. Farfulló no sé qué, total, que no lo supe. Tenía ya treinta y dos años, confesó, y no pude, como es natural, ver su sonrisa, porque sonrió, sólo en sus ojos. Eran muy bonitos bajo sus estilizadas cejas. Deduje que era morena y de cabello cortito y sedoso. La otra enfermera, mientras tanto, merodeaba fuera del alcance de mi vista. Creo que estaba emocionada contemplando mis testículos rasurados. Un asco, de verdad.

Ahora está ella aquí, Irene se llama. Me está recordando que Agustín, el cirujano, me indicó que eran quince los días, a partir de la fecha de la intervención, que debía permanecer, es decir, abstenerme de mantener relaciones sexuales. Y yo había cumplido, desde luego, con grandes esfuerzos, pero permanecido puro estas dos semanas a pesar de las erecciones constantes y sobre todo nocturnas. Y que mañana era el día quince lo recordaba bien, la fecha prescrita, y proscrita como prudente límite y límite ansiado por mí. Y ella, la enfermera aparentemente joven y guapa, está aquí ahora conmigo en la penumbra de este pub, al que he acudido esta noche solo, con la idea de relajarme un poco después de una semana de atroz trabajo en la oficina, y ha sido ella, la enfermera, la que se me ha acercado como mujer desconocida para mí, para preguntarme, sonriente e irónica, por el estado de mis testículos, lo cual me ha sorprendido muchísimo. Entonces yo le he mirado los brazos, suaves y de dorados reflejos, y a intervalos los ojos, antes de contestarle a ella que bien, pero que aún no los he puesto a prueba, y enseguida he sabido que era ella, la enfermera aparentemente joven y guapa en la sala de operaciones, y aquí, en este sitio llamado pub, indudablemente joven y guapa, que me había reconocido sin duda nada más verme entrar, alegrándose tanto por tan curiosa coincidencia que no ha podido reprimir su deseo de acercarse desde su rincón, donde se divertía con unos amigos y amigas, entre los que no vi a la otra enfermera, a saludarme y, sobre todo, a contemplarme de forma distinta, en mi estado normal, digamos, en un ambiente cuya atmósfera no está sujeta a tanta rigidez, ninguna, y se ha atrevido, ufana ella. De lo cual yo me he alegrado, a pesar de la estupefacción y el careto circunspecto, acercando luego mi rostro al rostro de ella, absolutamente jovial, de tersa y perfumada piel, para plantarle dos besos muy por debajo de las carnosas mejillas, casi en cada una de la pareja de comisuras que segmentan sus labios sin carmín pero sonrosados y gruesos. La he invitado a sentarse a mi lado, a charlar un poco, si le apetecía, y le he cogido la mano para mostrarle mi simpatía y alejar, del mismo modo, cualquier recelo. Ha aceptado. Ahora estamos charlando con fluidez sobre todo, pero especialmente sobre el día en que nos conocimos, de las sensaciones que me invadieron, los temores también, e igualmente ella, con sus sencillas palabras me transmite su percepción de mí en aquel momento. Me resulta, mientras la observo, extremadamente simpática y agradable, viva e irresolutamente laxa. Estoy pensando que es encantadora y no me atrevo a decírselo, tonta pero encantadora, ya me entienden. En este momento suena un bolero, ignoro el título, y entre los dos flota un silencio que aprovecho para examinarla. Conserva una dulce expresión infantil en el rostro y su figura es flexible y ligera. Desprende un perfume tenue que parece provenir del arrebol de sus mejillas. Un breve atuendo le cubre el menudo torso en el que resaltan suaves y primaverales los senos. Ella, en su silencio correspondiente, quiero creer que me está examinando a mí, los firmes rasgos de mi cara, las manos pausadas, la forma de llevarme el cigarrillo a la boca, el pelo que asoma viril desde el pecho por la abertura de la camisa. De pronto me acaricia el cabello, para acomodarme un mechón rebelde, dice, y sonríe con sus labios de fruta. Y yo la miro ya con ojos de fuego. Ella, la que fue para mí antes mi enfermera aparentemente joven y guapa y ahora está aquí confirmando ambas cualidades, lo ha notado, y ahora se acercará un momento al rincón donde permanecen sus amigos, expectantes, y les comunicará algo. Vuelve a mí radiante y me toma de la mano invitándome a salir fuera, al fresco de la noche de verano. Yo he aceptado, acepto con docilidad de esclavo sometido ya por sus encantos persuasivos, embriagado por la fragancia de canela y azahar que la envuelve. Seducido.

Pasearemos por el parque. Yo captaré en ella una inquietud urgente, le apretaré con suavidad la mano. Ella, bonita y fulgiendo debajo de las estrellas, me dirá, Vamos a mi apartamento. Entonces ya no será como ahora, pensaré, ese sencillo bienestar sexual que apenas clama sus deseos, prudente y juicioso. Me subirá al piso en silencio y como sombras penetraremos dentro, y sin otra luz que la que es robada a las farolas de la calle, me conducirá a su lecho sobre el cual me tumbará con tierna violencia arrojándose sobre mi cuerpo y deshaciendo mis labios con audaces besos y mordiscos. Oh, me pedirá que la vaya desnudando conforme sus enloquecidos y ardientes movimientos lo permitan. Lo intento, pero la inflamada enfermera parecerá tener azogue, lucho por desnudarla, y en la briega primera rozaré uno de sus pezones y estará endurecido y erecto como un pitón. Introduciré, en mi esfuerzo por descubrirla de las engorrosas ropas, aun breves, engorrosas, una de mis manos entre la cintura y su pantalón y buscaré ya instintivamente su coño, su coñito, santo cielo, estará húmedo como manantial e hinchado como mejillón al vapor por los jugos sabrosísimos. Ella lo nota y se afana en mí con mayor diligencia. Aplicando toda su destreza me desnudará en un periquete, de pronto me veré desnudo, menos humillado o cohibido que aquella primera vez, desde luego, el pene no estrepitosamente desfallecido, sino vibrando entusiasmado, Cuidado con los puntos, le digo, me besa ya los testículos que hace catorce día conoció visualmente, aún glabros, Calla, cielo, sabré yo de puntos más que tú, y sonreiré feliz y dichoso por tener a esta fierecilla de dientes dulces mordiéndome a la luz tibia de las farolas que se asoman a contemplar por la ventana de la habitación. Conseguiré desnudarla al fin, oh, será la perfección y la precisión en todas y cada una de sus redondeces y esquinas. En ese instante me erguiré como un coloso encelado para apoderarme de toda ella, enfermera joven y guapa, revelada tonta pero capaz de las mayores hazañas para sobrevivir y engañar adversidades y sortear trampas propias de la existencia. Comenzaré a besarla sin abreviar, tras sosegarla con promesas de éxtasis y placer, Realmente eres divina, le diré, y volcaré en sus ojos todo el poder curativo de mis ojos. Luego la abrazaré e iré resbalando por su cuerpecito de seda y oro hasta recalar en el manantial de ambrosías que se abrirá para mí, en donde abrevaré sus jugos intensos con sed de dos semanas, e iré lamiendo el brocal de sus labios henchidos hasta arquearla de placer y extraerle los más excitantes gemidos. Haré incursiones por toda la suculenta hendidura origen del mayor de los deseos. Enfermito mío, me dirá, bien se nota que en este tiempo no has probado bocado. Nada, mi enfermerita, sólo leer a Ovidio y soñar con este momento. Como un felino se revolverá de nuevo sobre mí, plantándose sobre mi polla y lamiéndola con sus labios carnosos, glandeándola y perdiéndola dentro de la dulzura de su boca, a la vez que en un movimiento giratorio vertiginoso abrirá sus piernas a horcajadas sobre mi torso ofreciéndole su coño, coñito chorreante a mi boca ansiosa que lo besará con frenesí. Lo lambiscaré con avidez lingual, e iré introduciendo la lengua dentro con suaves y rítmicos movimientos para que quede bien lambido él. Recorreré toda la hendidura lambisqueando más y con mayor empuje cada vez en cada lambida, sin olvidar el agujerito del culo, ella me lo pedirá inflamada, Unas lameduras, anda. Y yo meteré la puntita de la lengua en él. A ella le gustará tanto que me suplicará, Más, más. La satisfaré en todo. Me pide que le acaricie el culo todo, lo haré. En esto que me pedirá que hunda ya de una vez mi polla, a pique de estallar, en su coño, todo brutalmente lubricado, con un beso me lo pedirá. Y lo haré con todo el cariño, ella sobre mí a todo lo largo, sus tetas duras sobre mi pecho, de cuando en cuando las aprieto con las manos y las saboreo a besos. Me pedirá que le acaricie el culo al mismo tiempo y meta uno de mis dedos en su suculento ano, Un poquito, para acompasar con el vaivén, me dirá. Por todos los querubines, qué excitado me tendrá esta mujer, tendré que redoblarme para complacerla, me pedirá que la folle a gritos, ¿No es eso lo que hago?, le pregunto, qué más quieres, perversa, y sonreirá enloquecida de gusto, ceñida a mí. Estará verdaderamente hermosa, Irene, endosiada por el resplandor de las farolas, pensaré y le comunicaré al mismo tiempo que voy a correrme ya, que estoy al límite, que me ha dado toda la satisfacción, le diré, que tras la abstinencia me es imposible prolongar más este estado enfebrecido, y de pronto noto cómo ella se corre en su propia satisfacción y yo me corro a la vez que ella mordiéndole un brazo terso y aterciopelado, oh, por todos los dioses, qué gusto insuperable será, qué chorro incontenible y desbordante después de quince días de contención, esta avenida tumultuosa dentro de su coñito, inundado, suculento y jugoso, voy a ir, iré enloqueciendo, ella me morderá las tetillas hasta dejar sus adorables marcas dentales en ellas, rabiosamente complacida, me dirá en su tontez inmediata que me quiere, que me amó desde el momento justo en que me vio sobre la camilla asustado y animalizado, en mis ojos lo notó, que pensó, me dirá, que ya en ese momento supo que aquel hermosísimo pene entraría en su ansiosa vagina para consumirla de placer. Todo eso me dirá ya exhausta y tendida a mi lado, sudorosa y embellecida por los jadeos, acariciando con ternura mi polla aún endurecida y chorreante y no poco agradecida, pues no dejará de verter semen que ella irá lamiendo con deleite. Yo no diré ya nada, es seguro que no la amo, y me entra un sueño pacífico, así que la atraeré hacia mí y la acurrucaré en mis huecos, como protegiéndola. Es natural y sencillamente boba en su encanto. Querré conservarla, pensaré. Le susurraré palabras de miel en la oreja, convencido y extenuado, para no agravar ninguna consideración futura, acaso algún que otro encuentro similar. Al cabo de tres meses recibiré un mensaje suyo, de Irene, la enfermera joven y guapa, inflamada ella, en el que me comunicará que va a ser madre y que tendremos un precioso bebé, fruto de la voracidad sexual que nos devoró esa noche. Será posible, exclamaré.

Fin.