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jueves, 21 de mayo de 2009

La noche.


No sé si hay algo que saber, es decir, si hay algo que ignore y deba saber, a cerca de éstos, o a cerca de alguien que no sean éstos, alguien que me haya pertenecido en el pasado, tal vez algo que pertenezca al después. Aquí nunca me cruzo con nadie, sólo con quien yo invento y quien yo invento pasa pronto a ser enterrado en el olvido. De esta forma los días, o lo diurno, se me adelgazan de manera que no me duran nada entre las manos. Como todo está hecho de fragmentos, la mentira y la confusión se alían para sumirme en un cansancio que me destruye las erecciones, y casi no tengo armas para combatir esa adversidad. Los días, pues, son fatigosos, y vanos: ni crecen los rumores, escabullido todo entre el murmullo de las multitudes que se apresura alejándose. Ni un guiño. Todo una pérdida constante. El caso es que ansío la llegada de la noche como el sediento el agua, porque sé algo de la noche, y es que con la noche las formas pierden toda su corpórea consistencia. Y esa corporeidad difuminada también vale para mis pensamientos, que, al cabo, es casi lo único que me queda, lo único que quiero y puedo rescatar a cada momento para esquivar tanto golpe, tanto zaleo inicuo. Ah, la noche: éstos apagan la luz principal, sospecho que no por cortesía, pero a cambio encienden unas culebrillas luminosas que de forma tenue pero suficiente abarcan el entorno de uno mientras en la intensa longitud de los planos se torna o adivina un final obscurecido e impenetrable. Allí nunca llego, suele haber amantes besándose o cosas peores. El caso es, y es a lo que iba, es que el refugio de la noche calma mis iras: las cosas, los hechos cotidianos, las insidias de que soy objeto, el gato, todo se queda sin relieves, sin esquinas. Me arrojo al jergón consciente de que es ésta una hora en que las verdades son amables y no duelen, en que pueden pronunciarse las cosas más terribles con una inquina paciente, soportable, como si se tratara de un bello alfilerito que va cortando minucioso las entrañas. Ah, jodidos torturadores, un pensamiento hijo de la noche no es nada, no sirve. Sé que la luz lo volverá turbio, inútil. Pero qué goce. Los pensamientos de la noche tienen ciegas las pupilas, se guían por el tacto, por el metal de las voces, crepitan. Vagan como sortilegios. Pero qué goce. La noche tiene la misma calma que guarda el mar por dentro, allá donde su vientre se torna obscuro y es habitado por criaturas insondables. A veces presiento los pasos, y las garras, pero no, sé esquivarlos. Incluso de día y a ratos soy capaz de recobrar una calma suficientemente nocturna como para concebir todo como un disparate, inexplicable, pertinaz. Lo amamanto.

jueves, 14 de mayo de 2009

El presente.


Tengo que pensar que mi futuro está siendo devorado de forma incesante por el presente. Éstos me vigilan con saña y comprendo por eso que el tiempo que está por venir no va a resultar muy halagüeño. De esta forma se vuelve fácil concluir que es lo que nunca se intenta lo que no tiene ni un atisbo de posibilidad de suceder. No es temeridad ni ligereza lo mío. He decidido probar a saltar, he decidido apostar por un caballo, con el pecho descubierto, con la ilusión que supone el no saber. Desde este momento, sabiendo como sé que soy vigilado, que estos que me escudriñan noche y día no velan precisamente por mi seguridad, sino que tratan en todo momento de especular para hacerme el mayor daño posible, y lo consiguen, para estudiar mis reacciones, digo, desde este momento estoy dispuesto a anegarme de presente para apurarlo hasta secarlo, para alumbrarlo nítido e intacto, para escabullirme de la angustia que supone ese tiempo inexistente en el que no sabemos ni por asomo qué va a pasar. Que se concreten las sombras aunque sean temibles, que me asusten, pero que me nazca una emoción al contemplarlas y con ello esa burla histriónica poblada de sonrisas. Que se jodan. La muerte no es nada comparada con la angustia. Estos seres envilecidos son desgraciados, lo sé. Si quisiera, les tendría lástima. Pero no puedo perder el tiempo. Yo no uso trampas ni señuelos: hundiré los dedos en la incertidumbre hasta que sienta el daño. Viviré con esa fiebre o impaciencia que sufren los presos los días anteriores a la libertad todo el tiempo que me queda, con esa incontinente necesidad de notificar con rayas en los muros el silencioso avance del cumplimiento del plazo, plazo el mío inacabable. Cada mañana miraré las puertas selladas, las paredes, los barrotes, todo lo que me rodea e impide que mi presente sea alborozo con el desdén propio del que ya se sabe definitivamente a salvo, vencedor: no podréis conmigo. Cada día haré las maletas, lustraré hasta el desánimo los zapatos, concederé a mis ojos una mirada implacable, escarbaré el ruido lejano de unos niños jugando. Cierro los ojos, camino por la playa en una sucesión de exuberantes silencios, una cálida espuma umbrosa me rodea y acaricia los pies... Eso es el presente, el certero tránsito que irá resquebrajando el futuro para hacerlo más presente, el ruido de tanta hora superpuesta. Así inquiero a mudas fuerzas para que sostengan el aire, y concibo a los furibundos diocesillos que, con aviesas sonrisas, me deleitarán con sus maldades. A joderse, torvos seres que me esculcáis de la manera más inicua. No tengo futuro.