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sábado, 3 de octubre de 2009

El silencio.


Estimada señora, y sin embargo trato de afligirla siempre que puedo mostrándole toda mi decepción del mundo y en especial de mis congéneres una vez y otra hasta, seguramente ya, desanimarla por completo y por completo se acerque ya usted a la inverosimilitud de mis discursos descarnados. Tendrá que avisarme cuándo el hastío de mí se le haga poco menos que insoportable para que yo, en ese momento, tome la decisión correcta o acaso no correcta pero decisión al cabo. Como le digo y quiero contarle hoy, ayer acudí a la consulta de uno de esos llamados especialistas médicos para que, de acuerdo con otro especialista médico al que no he visto aún y que será, al parecer, quien tome las riendas de mi mal, aclaren qué debe hacerse con una leucoplasia que me crece en la lengua desde hace ya más de un lustro, por lo menos, y ante la que, desde luego, he mostrado la mayor tranquilidad desde el primer momento. Ponerse en manos de un médico, y peor aún, de uno de esos especialistas médicos, es comparable a ponerse en manos de un asesino en serie y por eso mismo, firme en esta creencia inamovible, he procurado retrasar en todo lo posible cualquier contacto o entrevista con un médico o con un especialista médico hasta el día de ayer, en que un agarrarme al mundo imprevisto me arrastró hasta el hospital y allí a una consulta en la que únicamente esperaban dos personas, un anciano decrépito y una señora de aspecto saludable y excesivo que hojeaba de forma compulsiva una revista de las llamadas revistas del corazón, que dejó de inmediato sobre la mesilla para desearme los buenos días e interesarse enseguida y sin apenas respirar, por mi presencia allí y por mi mal. Y yo todavía, a pesar de la hora y de mi debilidad, no había tenido ánimos ni para llevarme un bocado a la boca, tal era mi desorden incomprensible. Me senté como se sientan las personas en estos casos, supongo, me sequé el sudor de la frente y traté de estudiar a aquella mujer irrefrenable antes de soltar palabra. Que su marido era camionero y que la abandonaba durante semanas enteras y que durante estas semanas enteras ella permanecía siéndole fiel, al menos al principio de su matrimonio, me quedó claro, y también, decía, de él no podría decir lo mismo, ni siquiera al principio de su matrimonio y eso la fue sumiendo ya y poco a poco en un estado de intranquilidad y contrariedad notables. Que eso le provocaba sarpullidos espantosos por la piel, especialmente en el cuello, lo que, era evidente, la afeaba ya de forma que acude al especialista médico con frecuencia y sin, al parecer, resultados positivos. Que su marido era una persona complicada y al mismo tiempo era una persona cariñosa y que de ese cariño ella apenas podía disfrutar una mínima parte que era la mínima parte que permanecía él en el hogar tras sus regresos, porque siempre regresaba, no obstante, y por espacio de apenas unos días tras los cuales partía de nuevo a esos viajes transnacionales y así mismo lejanos, transportando mercancías perecederas unas veces e imperecederas otras y que ahí radicaba toda la complicación posible de la que sí disfrutaba con generosidad aplastante y embrutecedora, decía. Que existía en una intranquilidad sin interrupciones y que la perseguían las peores pesadillas y que su soledad la iba aniquilando lenta e inexorablemente sin remedio, explicaba y repetía esa misma explicación constantemente, y ésa era su forma de calmar esos nervios y esa ansiedad, un mecanismo para defenderse de los nervios y de la ansiedad, pensaba yo, que de igual forma usaba yo un mecanismo de silencio cerrado y pétreo para defenderme de los nervios y la ansiedad que me asolaban a diario, y que en este momento exacto me asuelan, ella no parando de hablar y no parando de repetir lo mismo obsesivamente y yo usando todas las razones concebibles para permanecer en silencio.

miércoles, 26 de agosto de 2009

La felicidad.


Mientras me envolvía en círculos concéntricos y cerrados, una noche, sin ninguna luz artificial, apenas la pálida de la luna menguante, escuché hablar de la felicidad a uno de mis guardianes. El otro, seguramente mudo, o dormido, minuciosamente quieto o estrangulado, cualquiera sabe, congelaba una expresión furibunda en el rostro, o eso imaginaba yo, porque aquí me sirvo incesantemente de la imaginación, no me queda otra viendo como veo que esta insistencia grave y brutal de la condición humana contra mí es inevitable, el caso es, decía, que el ocelote lucubraba en su lenguaje pobre y entrecortado sobre la felicidad. Éstos, que me tienen cercado y oprimido, sé que me procuran la mayor infelicidad posible, y sé que ellos mismos ignoran qué es la felicidad y qué caminos conducen a ella y que, en todo caso, nunca sabrían manejarla en el caso en que llegaran a esa fuente de la felicidad y bebieran de ella, si es que es fuente o líquida la felicidad, cosa que dudo. En todo caso, estancias amplias y agradablemente aireadas y soleadas en donde uno tiene absoluta impunidad para todo, traspasando incluso depravaciones que mejor es no nombrar. Y no, sigo aquí dando vueltas concéntricas y soy feliz, a pesar del insomnio. ¿Por qué? Sencillo, porque la felicidad está gobernada por la imaginación, no por los actos que uno quiere alcanzar. Así como el placer nace en la ilusión, y se apura hasta el recuerdo. Se esconde tras un rostro como de grisalla, se parece demasiado en su apariencia al conformarse. Permanece detrás de un biombo y anuncia siempre estar vistiéndose de sedas, pese a que lleva los mismos argamandeles de toda la vida, la misma ropa de todos los días, y hasta es posible que no se decida nunca a abandonar su escondite. Éste es, precisamente, mi caso. Pero pienso en Sísifo, incansable con su roca. Ya Camus, el filósofo existencialista, al que adoré un tiempo, señaló unos minutos en los que parecía escapar a su destino reprobado: caída ya la piedra, bajaba la colina para recogerla, por de nuevo iniciar el empuje sin término. Bajaba entonces solo, vacías las manos, libre, seguro que descalzo y cavilante, cobrando lúcido despertar de su situación, pero librado por unos minutos de su eterno castigo. ¿Sería feliz en esos momentos Sísifo? ¿Corroboraba a su alrededor la mudanza de las hojas, el canto de los pájaros, el correr de las nubes? ¿A lo mejor remoloneaba, multiplicaba cortos sus pasos, haciéndolos cada vez más pesados y lentos hasta apurarlos? Yo he reparado en esos momentos inciertos, atragantados o vacilantes entre el empuje y la caída, en los que la verdad sucede, tenue, porque aún no hay necesidad de mentir. Sentimos todavía la fuerza que nos liga al suelo antes de iniciar el movimiento, arañando grumos de felicidad, que sólo esto es, al cabo, y bien mirado, la felicidad: lo imaginado y nunca cumplido, aunque ávidos queremos y suplicamos la firmeza. Trazamos los horarios. El guardia inventa sus ojos y espera el relevo, el otro está sumido en la letargia, yo doy vueltas a la estancia, el mundo se afana en menesteres complicados y áridos u otras desesperadas esperas hasta que haya que atarse a más deseos a más mecedoras que arfan en las tardes para restituirse vagamente huyendo de la angustia de vivir, antes del escalofrío o el vómito de la vaciedad, y lo inútil nos complete los labios. Ah, qué infamia la felicidad, una trampa para el deseo, otra trampa de esa zorra de la esperanza. Sigo, pues, imaginando que doy concéntricas vueltas y escucho. No hay más.

viernes, 26 de junio de 2009

Los proyectos.


Dónde están mis proyectos, me digo, dónde, quién me los ha robado. Habrán sido teatro. Cualquiera sabe, los habrá roído el olvido o una capa de polvo los habrá ido cubriendo hasta sepultarlos. Eran teatro, esos proyectos. Ah, el teatro, el teatro es lo que uno pudiera ser y nunca se cumple, la posibilidad de una vida que apenas se alza durante dos horas. Nunca sabremos lo que no fuimos. El teatro de mis proyectos es como un espejo hondo que me iba conjugando y luego, más rápido de lo que en verdad yo hubiese querido, con un paño ensangrentado, todo muere... o al menos, fenece. Y hubiese tenido que poner más gesto, alzar más la voz, exagerar el beso, el gemido para que ese beso y ese gemido atravesara las tablas hasta las butacas en donde están los que clavan las miradas con asombro. Estos, mismamente, con su onerosa mancha extendiéndose implacable para sojuzgarme luego, están ahí atrincherados entre las sombras. Ya no me queda más que abandonarme al sueño y abrigar un despertar cualquiera con el rostro desbordado de arrugas: nadie iba a reparar en mí nunca más. En la impunidad de mi sueño, voy bajando pensativo hacia las rocas, soy una sucesión de exuberantes silencios, una cálida espuma umbrosa, una brisa que acaricia los árboles, un sonido que se inclina hacia lo áspero con una tibieza que no merece. ¿Dónde están mis proyectos? El viento se burla de mi grito, me trastoca el cabello, juega a confundirme alrededor. Veo el mar que un momento antes parecía manso o sólido y ahora se le ha encendido el celo tratando de vengarse agarrando una roca con poderosa lujuria. Muestra su lamer poderoso y me proclama: voy a erosionarte como sigas con esa idea estúpida de los proyectos. Y yo, hasta hace un minuto vibrando de insistencia, noto que se me han quedado las manos frías y la voz rota. Ahora lo veo todo claro. Ni era posible la germinación ni el crecimiento de ninguno de mis proyectos. Yo creo que sólo sé copular. Lo he sabido ahora, al comprobar que no estaban los proyectos, sólo las mentiras.

domingo, 7 de junio de 2009

El intento creativo.


Mientras hablaba no dejaba de vigilar el coche, le esperaban. Estaba en mitad de una respuesta, dubitativo. Ella quedó de espaldas a la puerta, con la melena rubia aún balanceándose en el aire después de haber volteado el rostro con aquella sonrisa descansada que no vio desvanecerse. Él, sin terminar de mirarla, había ya girado sobre sus pasos desatendiendo la otra mitad de la respuesta, que ella tampoco requirió, para observar el coche: con aquella levedad sin patetismos se habían despedido. Ella había quedado de espaldas a la puerta, con la costura detenida en el regazo, fijo el mirar contra la lucerna mientras se oía cerrar la puerta, los pasos cada vez más sordos o lejanos. Y luego iban quedando tras de sí los tres claveles en la mata aún no florecidos, el bidón oxidado, la nube con la forma de Pegaso huyendo sobre su cabeza. El transistor ronroneaba sobre una estantería. Cuatro meses en la tarea de soñar monstruos o inventarlos. Las nubes bajan una manea. Le habían entretenido el regreso. A los días se incorporaron otros que fueron formando meses y después años. Habían sucedido naufragios y costas escarpadas. Y mujeres con cuerpo de pesadilla y mujeres niñas y mujeres imposibles de las que no encontraba modo de escapar, en las que un ápice de olvido le fue largamente necesario. Y ahora volvía. Y ahora todo volvía. Antes, él extiende sobre la mesa un puñado de caracolas que se había traído, dijo, para prolongar algún instante de mar. Pero todo volvía a pesar de los años y del mar. Iba entrando en su pecho el olor de las macetas, iba él completando la lucerna con la ropa hecha jirones, con los pasos contrarios más cansados. Pero otra vez los tres capullos en la planta sin abrir, el bidón de herrumbre, los ruidos, la cerradura oxidada, la labor detenida en el mismo punto de su marcha sobre el regazo muerto. Alzó la vista, y era la nube de Pegaso que ya se desvanecía...

No puedo seguir, estos tratarán de mirarme con desprecio, y es lógico, qué grotesco este asunto: parece una mañana de carnaval transitando por una calle cubierta de cáscaras, secos vómitos, botellas vacías o quebradas en mil pedazos y vasos de plástico. Todos los disfraces rotos, un zapato de tacón... Tanta retórica desnutrida. Esto de escribir no parece tarea fácil, por más afán que uno le ponga. Parece deslavazado. Un zigzagueo. Una sorda hilera de posibilidades. No hay quien lo entienda. Me ratifico. Habrá que ir preñando los textos, o estos tipos que me observan con tanto e insidioso interés se van a mofar con gusto de los alumbramientos.

jueves, 21 de mayo de 2009

La noche.


No sé si hay algo que saber, es decir, si hay algo que ignore y deba saber, a cerca de éstos, o a cerca de alguien que no sean éstos, alguien que me haya pertenecido en el pasado, tal vez algo que pertenezca al después. Aquí nunca me cruzo con nadie, sólo con quien yo invento y quien yo invento pasa pronto a ser enterrado en el olvido. De esta forma los días, o lo diurno, se me adelgazan de manera que no me duran nada entre las manos. Como todo está hecho de fragmentos, la mentira y la confusión se alían para sumirme en un cansancio que me destruye las erecciones, y casi no tengo armas para combatir esa adversidad. Los días, pues, son fatigosos, y vanos: ni crecen los rumores, escabullido todo entre el murmullo de las multitudes que se apresura alejándose. Ni un guiño. Todo una pérdida constante. El caso es que ansío la llegada de la noche como el sediento el agua, porque sé algo de la noche, y es que con la noche las formas pierden toda su corpórea consistencia. Y esa corporeidad difuminada también vale para mis pensamientos, que, al cabo, es casi lo único que me queda, lo único que quiero y puedo rescatar a cada momento para esquivar tanto golpe, tanto zaleo inicuo. Ah, la noche: éstos apagan la luz principal, sospecho que no por cortesía, pero a cambio encienden unas culebrillas luminosas que de forma tenue pero suficiente abarcan el entorno de uno mientras en la intensa longitud de los planos se torna o adivina un final obscurecido e impenetrable. Allí nunca llego, suele haber amantes besándose o cosas peores. El caso es, y es a lo que iba, es que el refugio de la noche calma mis iras: las cosas, los hechos cotidianos, las insidias de que soy objeto, el gato, todo se queda sin relieves, sin esquinas. Me arrojo al jergón consciente de que es ésta una hora en que las verdades son amables y no duelen, en que pueden pronunciarse las cosas más terribles con una inquina paciente, soportable, como si se tratara de un bello alfilerito que va cortando minucioso las entrañas. Ah, jodidos torturadores, un pensamiento hijo de la noche no es nada, no sirve. Sé que la luz lo volverá turbio, inútil. Pero qué goce. Los pensamientos de la noche tienen ciegas las pupilas, se guían por el tacto, por el metal de las voces, crepitan. Vagan como sortilegios. Pero qué goce. La noche tiene la misma calma que guarda el mar por dentro, allá donde su vientre se torna obscuro y es habitado por criaturas insondables. A veces presiento los pasos, y las garras, pero no, sé esquivarlos. Incluso de día y a ratos soy capaz de recobrar una calma suficientemente nocturna como para concebir todo como un disparate, inexplicable, pertinaz. Lo amamanto.

jueves, 14 de mayo de 2009

El presente.


Tengo que pensar que mi futuro está siendo devorado de forma incesante por el presente. Éstos me vigilan con saña y comprendo por eso que el tiempo que está por venir no va a resultar muy halagüeño. De esta forma se vuelve fácil concluir que es lo que nunca se intenta lo que no tiene ni un atisbo de posibilidad de suceder. No es temeridad ni ligereza lo mío. He decidido probar a saltar, he decidido apostar por un caballo, con el pecho descubierto, con la ilusión que supone el no saber. Desde este momento, sabiendo como sé que soy vigilado, que estos que me escudriñan noche y día no velan precisamente por mi seguridad, sino que tratan en todo momento de especular para hacerme el mayor daño posible, y lo consiguen, para estudiar mis reacciones, digo, desde este momento estoy dispuesto a anegarme de presente para apurarlo hasta secarlo, para alumbrarlo nítido e intacto, para escabullirme de la angustia que supone ese tiempo inexistente en el que no sabemos ni por asomo qué va a pasar. Que se concreten las sombras aunque sean temibles, que me asusten, pero que me nazca una emoción al contemplarlas y con ello esa burla histriónica poblada de sonrisas. Que se jodan. La muerte no es nada comparada con la angustia. Estos seres envilecidos son desgraciados, lo sé. Si quisiera, les tendría lástima. Pero no puedo perder el tiempo. Yo no uso trampas ni señuelos: hundiré los dedos en la incertidumbre hasta que sienta el daño. Viviré con esa fiebre o impaciencia que sufren los presos los días anteriores a la libertad todo el tiempo que me queda, con esa incontinente necesidad de notificar con rayas en los muros el silencioso avance del cumplimiento del plazo, plazo el mío inacabable. Cada mañana miraré las puertas selladas, las paredes, los barrotes, todo lo que me rodea e impide que mi presente sea alborozo con el desdén propio del que ya se sabe definitivamente a salvo, vencedor: no podréis conmigo. Cada día haré las maletas, lustraré hasta el desánimo los zapatos, concederé a mis ojos una mirada implacable, escarbaré el ruido lejano de unos niños jugando. Cierro los ojos, camino por la playa en una sucesión de exuberantes silencios, una cálida espuma umbrosa me rodea y acaricia los pies... Eso es el presente, el certero tránsito que irá resquebrajando el futuro para hacerlo más presente, el ruido de tanta hora superpuesta. Así inquiero a mudas fuerzas para que sostengan el aire, y concibo a los furibundos diocesillos que, con aviesas sonrisas, me deleitarán con sus maldades. A joderse, torvos seres que me esculcáis de la manera más inicua. No tengo futuro.

viernes, 24 de abril de 2009

La literatura.


Hemos mandado introducir en la estancia una nota manuscrita. Por debajo de la puerta. Doblada la hoja en cuatro. Alguien sugirió que en dos era bastante, pero se impuso el cuatro por ser el número igual al número de las paredes. Con tanta doblez por poco si no cuela por la rastrera rendija. Otro sugirió que la nota fuese bordada en tela e hilo dorado: desechamos la estupidez en cuanto descubrimos que había bebido, que fue enseguida. Menos mal. Si acaso no hubiese estado ebrio, lo mismo ahora este pequeño e inseguro ser humano estaría leyendo la nota en lienzo bordado en hilo rojo. A veces creemos que estamos algo tarados nosotros también, siendo como somos, al cabo, y vistos desde todos los ángulos, seres humanos igualmente. Ahora mismo lee la nota en papel, con tinta azul de bolígrafo común y letra minúscula, firme y clara. Reza: La misma derrota que nunca termina. Aguardamos impacientes su reacción. Nada, es él el que aguarda impasible la nuestra. El caso es que no hay reacciones por ningún lado. Ha vuelto, tranquilamente, a ocupar su sillón de orejas. Ha abierto el libro que lee, La isla de los pingüinos, de Anatole France, y va a usar la nota como tarja. Nos hemos dormido. Al despertarnos, que ha sido en el menor plazo posible, nos hemos encontrado con que un lacayo mudo y malafeitado nos ha traído una nota manuscrita del individuo que, dice, ha descubierto al otro lado de la celda, justo a unos centímetros de la ranura inferior y única de la puerta férrea. La hemos leído mientras nos rascábamos la barbilla, excepto uno, que se hurgaba la nariz. Dice: "Ayer tarde decidí revolverme contra el asco de mi estado. Me lo eché en cara y recriminé y, a duras penas, logré un escamoteo, salvarme y, al fin, la escapada. Un rato después, no sé cuánto duró el rato al haber sido privado de relojes y, tal vez, del mismo tiempo, cosa que ignoro, conseguí, iba escribiendo, olvidarlo encaramándome a una actividad frenética. Hay ocasiones, no muchas, pero sí suficientes, en que me lleno de esa actividad, insaciable. Me borbotean pensamientos, arden, llega hasta a dolerme la sien. También el insomnio lo lleno de cábalas y conjeturas y proyectos. Bien, pues ayer me dejé entrar en ese estado y, a resultas, he estado poniendo los cimientos a otra historia muy diferente a ésta que me ocupa ahora. Un vertebramiento lento de una espera imposible que desemboca en la vesania literaria. Voy a escribir un libro. El libro ya tiene hasta el título, y voy a anotarlo ahora mismo antes de que me lo roben y deje de ser de mi propiedad intelectual. Es: "La misma derrota que nunca termina". Versará sobre una espera que jamás se cumple. Indagaré de dónde es nacida, qué veneno trae en sus vísceras, cuál es su hedor. Empieza ya a alzarse en su forma y la miro con satisfacción y arrobo porque siento que se está desenvolviendo en un código mutuo, que está, digo, la historia, sembrada de señales que a estos oteadores que me miran torvos e inquietos y a mí mismo sólo harán esbozar unas sonrisas. Una amalgama de signos que llevan, inevitablemente y por un itinerario casi secreto, a la gloria, a la fama, a la inmortalidad, a lo que sea eso en el futuro. Como tengo esa sensación sesgada en lo que supongo días y días de vivir colocado ante una espera de no sé el qué, y me come el tedio... Siempre aquí, esperando, sin bajar la guardia porque podría aparecer en ese mismo momento... La inspiración. Si descubro que es una espera aciaga, que nace deforme, desquiciada y hasta pesimista, la aniquilaré. Pediré una televisión de plasma y todos los canales inimaginables. No podrán negarme eso. El atontamiento sería absoluto. Pero no, han de implicarse en mi código, y sobre todo, me negaré con uñas y dientes a que se me nuble el desánimo. No cederé un milímetro, no cejaré en mi empeño, bucearé en tropos. Será un derroche luminoso, tenaz. Dejaré de masturbarme. Tentaré olores. Pido más papel y más lápices." Por los huevos de San Cucufato, le ha dado por la literatura, pensamos todos a un tiempo. ¡Qué impudicia! Y nada podremos hacer, pues en el territorio de su mente nada podemos prohibir. Y eso que creímos atorada su futilidad, toda veleidad y asomo de memez en aras de su obstinación por escapar de nuestras inciertas garras carceleras... La creación discurre como un río en crecida, es imparable. Ejecutaremos al que tuvo la idea de la nota: ha despertado a un monstruo.

jueves, 2 de abril de 2009

El amor.


Sabemos que corre peligro porque recibe cartas de amor, ignoramos cómo han sabido dónde enviarlas, y lo hacen, con frecuencia enfermiza, como el amor mismo, y son dos caligrafías diferentes, dos nombres de mujer. Hacen tinta de los besos y anuncian que quieren verlo para cotejar qué son en sus ojos. Cosas así dicen. Coincidimos en que es un castigo demasiado feroz éste que alguien no merece. Porque, bien mirado, y mirado de cerca, el amor es una aleación ridícula, de olvidos, de condescendencias, de incertidumbres. De vaga egolatría. De nefandas coincidencias. De hechos fementidos. Y por lo que vemos, no es el amor asunto de dos, es sólo un juego de reflejos: uno que espera recoger la mirada que mira, y en la que a su vez han sido primero reflejados. Cómo ha podido llegar a esto, lo desconocemos, pues ha permanecido en sus habitaciones tan largo tiempo que el olvido ha debido tragárselo. Suponemos que todo es producto de un error, debido al tráfago de esta vida tan acelerada. Lo que no llegamos a comprender es por qué saben tanto de su alma. Habría que estudiar a estas dos damas y averiguar quiénes son, de dónde proceden y qué buscan. Tal vez buscan en el amor lo que un destino celoso les negó, inventan para que el otro crea, lo buscan por entre el laberinto de habitaciones que un día fue abandonando, descubriendo hebras de infancia, juegos atrevidos en la adolescencia, el calor de unas sábanas recién despobladas, hasta ese instante último del amor, ese estertor que, creemos, lo arroja a uno hasta la soledad más pura y olvidada. Hasta que llega el momento de pronunciar ese te amo que ya ahí mismo, antes de concluir la vocal, comienza a desgastarse. Avanzamos en la investigación y consideramos que nos perdemos a cada paso. A veces creemos que es mejor dar paso al silencio. Es dura esta labor de estudiosos del ser humano y más aún es dura cuando nos enfrentamos a las pasiones, sobre todo ésta, tan estúpida. Hemos tratado de advertirle de tanto riesgo. Mira que los amores se traspapelan, le decimos, que suelen tornarse tan ridículos que apenan, que hay miradas ciegas, todo esto es vaga apariencia de dicha y encanto, que deje de amordazar tanta excusa, que el amor apaga la luz de la cordura y nos confunde y hace que pensemos que perseguimos algo, sin éxito toda nuestra prudencia. Estamos casi seguros de que el peligro ha forzado ya las bardas.

miércoles, 25 de marzo de 2009

El miedo.


No sé si tengo miedo. Sé que me asfixio, que tengo el abdomen endurecido y una palpitación insidiosa que se alterna de forma que me provoca una minúscula tortura a la altura de la carótida izquierda. Lo del miedo no lo sé, y eso que sé también que estos me observan día y noche seguramente para comprobarlo. Provocan explosiones para asustarme, en casi todas las ocasiones cuando me encuentro en el acto de defecar. Creo que es rabia lo que siento, miedo no, y eso que a veces se camuflan con formas diferentes y vienen escondidos detrás del acto más banal, más leve, y se cuelan como frío entre las juntas de las ventanas, si es que hubiera ventanas aquí, porque todo esto es puro metaplasmo. Entre tanta austeridad es preciso algo de color para expulsar lo que sea el miedo, o la rabia, o el dolor o cualquier otra cosa que sienta. He llegado a pensar, en momentos así, que realmente no siento nada, pero todo me indica que eso no es posible, que lo imposible tiene dos caminos, o disiparse con el tiempo o con el tiempo mostrarse que no era imposible. Tanto pensar me da hambre, pero hoy toca ayuno. Ha vuelto la palpitación, ora sí, ora no, así, durante quién sabe cuántas horas. Para ahuyentar el miedo lo mejor es contarse uno historias, historias que nunca ocurrirán: de chico, ser un as de la equitación. Luego, de joven, alcanzar esas grandes hazañas sexuales con las mujeres sedientas de placer. Ahora, de adulto ya, confinado aquí, me cuento historias de lucidez y aplomo en las que soy el protagonista. Huelga decir que jamás alcancé ningún éxito. Sólo he sido una vez y otra, capturado. Toda esta cadena de fracasos pueden explicar esta continua tristeza que me camina de arriba a abajo, por dentro, que, desde luego, me llega de lejos, considero que heredada, y que en tardes como ésta se estrella en mi cabeza como un recuerdo que no me pertenece. A saber qué están haciendo conmigo aquí. Ahora que recapacito, ni siquiera sé qué edad tengo. ¿Tengo edad de tener miedo? Esos ojos ávidos que me observan con tan cruel insistencia ansían que les hable del miedo. Y yo les digo, mudamente, que mi tiempo y mi edad han de contarse con el óxido de ruedas dentadas que chirrían escondidas en cualquier lugar fuera del mundo. Oh, han puesto cara de asombro. No. Es miedo. He visto el miedo en sus ojos. Ignoran, esos monstruos, que soy un cuerpo gozoso de juventud que encierra un alma prematuramente envejecida. El rostro de mi alma despierta cada mañana desbordado de arrugas. Ellos no hacen preguntas, pero las intuyo, y sé que corren a esconderse, precipitadamente, para no conocer la respuesta. Y eso que ni siquiera tengo necesidad yo de pronunciarla. Tampoco quiero pronunciarla, pero haré una excepción ahora: es la muerte. Acaso no es la muerte. No. Es el miedo a la muerte. O es el miedo al dolor que antecede por instantes inefables a la muerte. Todo eso ahí revuelto, como un tumulto que nos arrastra y desobedece toda ley o fuerza de la ley. Este cansancio me está gastando, la palpitación ha cesado y ha sido sustituida por un sarpullido. Tendré que administrar mejor estos acontecimientos. Una mosca se ha posado en mi mano, o apariencia de mano, y con la otra mano espero aplastarla. Qué importancia tendrá esto para ustedes. El caso es que para mí, mucha. Todavía tengo manos.

martes, 10 de marzo de 2009

El encerrado.


Se ha golpeado la cabeza con furia contra la pared, nos hemos quedado anonadados, o algo parecido. El caso es que, fijándonos en su mirada, hemos descubierto una mirada displicente. Suponemos que, mirado de lejos como lo miramos, hasta pudiera parecer descaro. Pero no hay que dejarse llevar por la severidad: no hay petulancia, ni rastro. Suponemos también que es el entusiasmo de estos días inesperados, el lejano asentimiento frente a la vida emperrada en serlo, sacudiéndose lluvias y fríos rigurosos de tanto tiempo. Estar encerrado, volvemos a suponer, fomenta el removimiento de vocablos, y aunque no habla, a buen seguro que sacuden de forma tumultuosa su cabeza: de ahí que se haya golpeado la cabeza con furia contra la pared, y de ahí que se haya vuelto a golpear la cabeza con furia contra la pared, y nos han informado que ya antes de nuestra presencia se había golpeado la cabeza con furia contra la pared dos veces consecutivas. Antes de acudir aquí, a observar al encerrado, danzábamos ufanos por el exterior, buscando el favor del sol en el césped, algunos en el césped púbico, según hemos sabido, de alguna dama desorientada. Estábamos aquí como lagartijas que despiertan, y hablábamos tumbados con los ojos cerrados. Mientras, como ya han comprobado, el encerrado se golpeaba la cabeza contra la pared, lo cual nosotros ni podíamos imaginar, porque en ese caso hubiésemos acudido con la mayor presteza a contemplar el espectáculo y analizarlo. Pero no, lo ignorábamos, porque así, tumbados al sol sobre el césped, los ojos cerrados, estábamos tomándole el pulso a este cambio tan banal al que nunca el ánimo se acostumbra, presintiendo que hemos nadado apenas el avance de una ola. Como si ensayáramos. Parece que va a desembocar la primavera en nuestros cuerpos y almas, si la tuviéramos. Y ahora, creemos, el encerrado siente eso mismo, que va a desembocar la primavera en su ser y no puede resistirlo, trata de expulsar esos vocablos, presumiblemente apasionados y grita: ¡No somos, aún no somos! Es la segunda vez que oímos su voz. Uno de nosotros ha dicho que en su mente, confusa, atormentada, al borde de la enajenación, están ovando los futuros, y en su escasa lucidez, pues está sometido a un régimen alimenticio pobre en yodo y vitamina B, se anima a pensar que sostiene una lejana predisposición al fracaso. Son hipótesis, pobrecillo. De lejana nada, el fracaso lo tiene al lado, tan pegado que lo devora por momentos. A lo mejor estamos equivocados: tanta ciencia no sirve para nada con estos individuos. Estamos procurándonos otro encerrado más, pero se resisten a ello, y son caros. Tendremos primero que completar a éste, si es que sobrevive a la primavera. Lo cuidaremos con desvelos o celos científicos. Lo nuestro es una búsqueda jamás desfallecida, agria y tenaz, casi enfermiza en pos de un descomunal o universal descubrimiento. Formulamos una mecánica de los sentimientos, casi a punto de descubrirse. Nos permitimos el sarcasmo feroz de los que aún pueden soñar conjeturas. Vamos para sabios, no vayan a creerse. Mejor no preguntar cómo. Mejor no colegir cuadraturas de nada: los viejos moralistas se escandalizarían. Tienen poca cosquilla éstos. Y no saben que hemos estado a punto de sufrir con él.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Enfermedad.


Cuando caí enfermo, de una enfermedad al parecer grave, nadie vino a visitarme. Seguramente, por mi carácter hosco, los conocidos de vista no me echaron de menos. Tampoco llevaba mucho tiempo en el pueblo, por lo que no hubo tiempo de hacer amigos o conocidos más cercanos. Seguramente, por mi carácter hosco, tampoco los hubiese hecho con más tiempo.

jueves, 12 de febrero de 2009

Narración absurda.




Enciende un cigarrillo y lo apaga enseguida. Nada más apagarlo lo vuelve a encender expulsando una gran cantidad de humo por la boca. Da otra calada, retiene el humo unos segundos en el interior de los pulmones y luego lo exhala lentamente, espeso, húmedo, enervante, tan enervante que decide apagarlo de nuevo, con mimo sobre el cenicero. Lo va a encender otra vez transcurridos unos minutos. Le asaltan dudas, tiene que fijar la atención en otra parte, sale afuera, sale afuera porque estaba dentro, no habíamos dicho que estuviera adentro, pero estaba adentro apagando y encendiendo el cigarrillo y ahora ya está afuera con el cigarrillo apagado entre los dedos con la intención de volver a encenderlo en breve. Nos da lo mismo. Hasta aquí nos conducen estas situaciones absurdas. Ahora el pensamiento, no menos absurdo. Piensa que dentro no había nada, que dentro estaba él y estaba solo y no había nada más, acaso sólo esa obscuridad impenetrable a la que no tiene miedo. Aquí fuera, se dice, tampoco hay nada, aparte del ruido y los zumbidos del ruido, aunque algunos mirlos lanzan sus silbidos y suenan agradablemente. Sospecha, no obstante, que el ruido no es algo material, por molesto que pueda llegar a ser, por compañía que nos pueda hacer. Así que decide que está igualmente solo, y nosotros decidimos que está igualmente solo una vez en la calle, en esa intemperie sobrecogedora. También nos aplasta la sensación de negrura una vez nos fijamos, pese a ser de día, aunque de eso no podemos estar completamente seguros. De todos modos, le vemos encender de nuevo el maltrecho cigarrillo, que no llega a ser colilla, lo enciende, lo trata con naturalidad, parece que ahora lo apurará como hace todo el mundo. Sabemos, y lo sabemos bien, que él está en contra de todo el mundo, le cuesta seguir los pasos de todo el mundo, si pudiese, dejaría de respirar porque tiene pruebas irrefutables de que todo el mundo respira, todo lo que se mueve respira, y eso lo desilusiona bastante. Da lo mismo. Tenemos que creer que seguirá respirando durante algunos años más, tenemos razones y hasta sinrazones para creer eso, y hasta pruebas, porque una vez lo oímos gemir mientras dormía, acción que detesta como la que más, acción que sabe por noticias fiables hacen los seres humanos con diaria frecuencia, decíamos que lo oímos gemir y nos acercamos con sigilo a escuchar, y escuchamos que decía que iba a completarse en unos años. No sabemos cómo irá a completarse, pero sí que esa tarea, ingente imaginamos, descomunal o ciclópea, le costará varios años de respirar, de dormir, de comer, incluso de fumar cigarros. Esto parece claro. O eso parece palmario, por usar una de sus palabras. También escuchamos que dijo, ella me quiere. Luego un graznido, algunos pensamos que como un estertor, y, me necesita. Tal vez deliraba. Pero prosigamos, no conviene perder el hilo conductor, como nos ocurre a menudo y sin motivo alguno, por dios sabe qué defecto de la cabeza, decíamos, que nos lleva hasta el atormentado fumador que enciende y apaga el pitillo una vez y otra y sale y entra una y otra vez desde una obscuridad a otra, porque no habíamos narrado aún al intrépido lector que el sujeto regresó adentro, sin saber el porqué, sin tino alguno, advertimos. Admitimos que nosotros mismos nos hallamos confundidos y sin saber a qué atenernos, es más, apenas podemos discernir entre lo que es narrable y aceptable de lo que vemos y oímos de lo que no, y eso nos pone a cavilar, con lo que cavilando perdemos a veces el norte, cuando no, al mismo protagonista de esta ridícula historia. Si se cansa el lector, es decir, si el lector deja de ser intrépido, puede dejarlo aquí, sin mayor problema, hasta sería aconsejable que lo dejara aquí, pues lo que deviene no es mucho más sustantivo, y consiste en lo mismo, un señor sin sombrero que maneja un cigarrillo y un mechero, que entra y sale de un sitio al parecer obscuro y que sale y entra a otro más grande, parece que pura intemperie, obscuro también, sin fiabilidad por otro lado de esta última obscuridad, pues hay quien sostiene que es de día, que luce el sol y que los ruidos son los propios de una actividad humana diurna. Todo parece confuso, hasta para nosotros, que pretendemos alzarnos a la más absoluta omnisciencia. A veces nos llevamos mal por no coincidir. Los distingos nos conducen por vericuetos espinosos. Ponemos reparos a todo, no crea el lector, si aún sigue ahí, y no con muchas sutilezas. Ha habido hasta bofetadas. Resulta extremadamente dificultoso coincidir, y eso nos apena algunas tardes. Otras no. En cierta ocasión, le oímos decir, el cielo es estrecho. Y giró la cabeza de forma que su mirada oblicua atravesara una abertura angosta y enmugrecida semejante a una ventana medianera. Nos echamos a reír como locos. ¡Cuánta razón tenía! Sabemos que vive en un vacío opaco y dice cosas monumentales que no encuentran eco más allá de nuestros oídos. Por eso nos damos a escribir esto, no sin esfuerzo, para que trascienda más allá y alguien se decida de una vez a actuar y nos aniquile. Pero no confiamos en tener demasiado éxito. Estamos en la firme creencia de la inutilidad de todo, y sabemos que se escribe demasiado en estos días ingratos, y que apenas se sabe discernir entre lo bueno y lo malo, y la gente tiene una educación basta. La exquisitez ha desaparecido. La prueba es este individuo que se desgarra la garganta a cada momento encendiendo pitillos recién apagados, lo cual es mucho más nocivo que encenderlos inmaculados. Creemos que lo hace con toda intención. Sale ahora mismo al exterior otra vez, meneando la consabida cabeza que antes giró para comunicarnos ese axioma sobre el cielo, enciende y apaga el cansado cigarro con una rapidez enfermiza y en menos de lo que hemos tardado en escribir esto ha dado un giro de trescientos sesenta grados y ha introducido su envenenado cuerpo en este aterrador interior. Nos hemos quedado pasmados. Y eso que es algo que repite con una frecuencia inusitada, lector. Bah, ya no estarás ahí. Nos cansa a los escritores, que somos excelentes narcisos y eficaces cretinos, que nos abandonen así, de esta forma tan insolente. Nadie siente curiosidad por saber el final trágico de una vida. De esta vida. Una vida empantanada en una calma occisa.

jueves, 5 de febrero de 2009

Soy joven.




Soy joven, pero no crea usted que uno se puede engañar demasiado largo, y por tanto arrastro, a sabiendas y con lujo, todos esos agraces que atribuyen a la juventud y que forman parte indisoluble de ella y sin los que no se puede pertenecer a ella y sin los que ella no es más que una majadería la vida. Y lo afirmo con encono si es que el encono hiciese falta usarlo en algún momento, o mereciera el esfuerzo o el despliegue propio de, como digo, la edad. Pese a todo, y aunque me den tortura, nunca negaré que era tan rotundamente hermoso ese amor, tan adulto ese amor, tan de edad provecta, figúrese usted, verlo ahí demolido y retomarlo, por más que todo ese instante aturdiera mi pena, leve, concisa que usted diría, ese instante que se convertía en una hora que resarciese de todo lo que nos envenenase después, haciéndole yo la guarda, centinela de usted, una noche entera, temerosa de que no fuese usted a quererme al despertar. Ahora, tarde ya, descubiertamente sola frente a gentes que duermen de a dos, me dejo ser un poco en lo que jamás alcanzaré, en los cuerpos que jamás acariciaré, en los lugares que jamás visitaré, con mi cuerpo besado que cumplirá su destino con la tierra y la podredumbre. Me doy a escribir esto, no sé si con una pizca de astucia, porque tal vez nunca fui buena, nunca quise ser buena, ser buena no me producía la suficiente satisfacción y sin embargo me lleno de esta tropezada tristeza en negativo, tan inevitable que parece una venganza. Es una sensación pueril y absurda. El ser va como desorientado, tropezando, con ese calambre en los sentidos propio de aquéllos que no pertenecen a nada, propio de aquéllos que saben que nadie los espera en ningún sitio, que no hay retorno porque jamás hubo partida antes, ni nada parecido. Es posible que usted ya no lo recuerde, pero hay madrugadas que se niegan a terminar y en las que las lianas de un abrazo, de cualquiera, a cualquier precio, resultan necesarias, imprescindibles para recorrerlas sin desfallecimiento. Como una punta aguda de cuchillo se me clava ahora la despertada conciencia de que ni me pertenece usted ni nunca me ha pertenecido, que la ávida sensación de querer traspasar la voz hasta visitar la carne, el ensimismamiento de la unidad, ese tráfago indispensable para nuestro negocio, es por completo inútil. No hace daño ya ni siquiera el poso de verdad de las palabras, que usted diría, tantas cosas me dijo y tantas cosas, todas, llevo grabadas a fuego en eso que se da en llamar alma. Como ve, yuxtapongo mis pensamientos, celosa por siempre y de forma definitiva de su silencio: podría estar usted muerto, cercenada la lengua, o tan lejos como en un planeta que no sea éste, yo finitamente desatendida y por tanto furiosa. Usted está ahora enfermo, postrado en la cama de un hospital marroquí, ha llovido esta madrugada una lluvia encendida que arañaba los cristales y que me ha despertado con sobresalto de entre las sábanas, y acaso ha sido esa lluvia el avisador para que acuda a atender el reclamo de bajar los labios y besarle la enfermedad, sin ningún temor al contagio. Abro los ojos. No sé dónde está, ni dónde, ni qué piensa usted ahora, ¿con olor a niño chico, a leche agria, a monstruo de la fiebre entre las mantas? Rastreo la ciudad, nubes de moscas, miro los ficus de humanos troncos, sé que no soy buena, ya lo dije, los barrancos de casas coloridas, y me pregunto dónde he metido esos casi dos años, que no encuentro ahora nada, nadie, que me los recuerde. Nunca debimos volver, usted y yo, ni siquiera a esos lugares donde apenas fuimos. Soy joven, es verdad, y guapa. Dulce, me avisaba usted, como las cerezas, con ese ambiguo poder de las ninfas en las yemas de los dedos, beneficioso en ocasiones, en otras perverso. Y usted es un caminante fatigado, vencido por el sopor umbroso de los años, es decir, de los daños, turbado su espíritu, anegado de calamidades existenciales, ¿incapaz de amar? Harto de mudables y burlonas mujeres, me halla a mí, que era y soy joven. A retazos va comprendiendo, se va desatando la lucidez. Tienes los ojos verdes, le digo con tuteo atrevido. Con fatuidad y arrobo conversamos la primera vez, ignorantes del temible destino. Incluso hubo advertencias entre sonrisas aplicadas, vapores de alcohol, nubes de humo de cigarrillo, rebumbio de bar. Qué frágiles somos que nos gobiernan ímprobas fuerzas de la naturaleza porque somos irremediables. Corres el peligro de que termine escribiéndote cartas de amor, me dijo usted a la semana siguiente. Y en efecto, hizo tinta de los besos. Ahora tengo la certeza de que usted fue un idiota. Tengo esas cartas que lo atestiguan, maldita sea, como atestiguan otras cosas terribles y necesarias. El amor. Mirado de cerca, el amor es una aleación ridícula, de olvidos, de condescendencias, de incertidumbres. De vaga egolatría. De nefandas coincidencias. De hechos fementidos. Y que no es el amor asunto de dos lo sabe usted también como lo sé yo ahora: es sólo un juego de reflejos, uno que espera recoger la mirada que mira, y en la que a su vez hemos sido primero reflejados. Y buscamos en él todo lo que un destino celoso nos negó. Inventamos para que el otro crea, usted inventó hasta lo inimaginable, recuerde, maldito enfermo, hasta que un estertor nos arroja sobre una plaga de la soledad más pura y olvidada. Pero mi amor se traspapeló, se tornó ridículo, y esa vaga apariencia, todo es apariencia, de dicha y encanto, estalló. Se me encendió la luz de la cordura, y usted enfermó de la cabeza, el peligro forzando ya las bardas. Soy joven, y puedo decir ya, o quiero decir ya lo que esos versos de Hierro dicen:


Yo sé que te he querido mucho
pero no recuerdo quién eres.


Frunzo la boca para no volver a decir te amo.

jueves, 22 de enero de 2009

Granada y yo.




Ayer me desplacé a Granada. Solo, empujado por alguna necesidad inexplicable. Me gusta conducir, me gusta andar por las calles sabiéndome desconocido, procurando establecer un punto de conexión casi indisoluble con el resto de la humanidad, aunque la aborrezca. Inevitablemente, y quizá sea éste el motivo último, visité algunas librerías. Al menos, ésa fue la excusa que di para ausentarme.
Llego a Granada. Granada es una ciudad desierta, quiero pensar que es una ciudad desierta. Poco a poco se ha hecho mediodía, no sé bien de qué día: el sol se desliza espeso pero impenitente por los blancos de las paredes. Jadean las sombras con el sonido de los perros que han corrido. Las lenguas fuera. Les falta el resuello y se arriman a la frescura de los arrayanes de las plazas, bajo los árboles. Yo miro las cuestas, el asfalto: no queda nadie en la ciudad. Están la Alhambra y el Generalife con las puertas abiertas, rezumando las teselas su fresco sosiego, dejando penetrar el aire que mordisquea los arcos. Imagino que no hay turistas ni claveleras (ahora ofrecen, esas gitanas gordas y obscuras, envueltas en ropajes excesivos y misceláneos, ramitos de romero, a cambio de unas monedas, y entonces, te toman la mano y pretenden descubrirte el futuro, y lo que es más espantoso, el pasado). Todo está vacío, sujeto al silencio de mi imaginación: ni coches ni autobuses. En las ventanas abiertas de las casas, también vacías, se agitan sin ruido las telas blancas y transparentes de las cortinas. Por no quedar, no han quedado ni pájaros y hasta se huele cerca la ilusión del mar. ¿Lo estás viendo, Laura? Se oyen ecos de agua, amansados el Darro y el Genil. Los arcos turgentes tan desusados, la piedra: si alguien lamiese las yeserías sentiría en la lengua un gusto a sexo apretado. Te invito a mirar, y miras cómo está a punto, faltan dos instantes para ello, de hacerse líquido el Sacromonte. ¿Y el olor? Huele a frutos maduros a punto de estallar, encentados, a higos que están reventando su dulzor bajo la luz. Se ha vaciado Granada entera para mí. Tengo todos los jardines, todo el agua, todo el aire, todos aquellos sonidos que se desprenden de esta soledad imaginada. La Alcaicería y el Albaicín. Cada milímetro que describe cada curva ha sido trazado para mí, hoy, mientras yo me deslizaba por la carretera, se iba obrando ese milagro indescriptible. Puedo elegir ahora cualquier lugar. Puedo elegir todos y cada uno de los lugares para amar a alguien. Acaso a mí mismo. Es insoportable y espeso el aire de esa Granada abandonada que ha sido dispuesta para mí, hoy, está casi encendido, está a punto de prenderse en llama voraz. Podría prenderse en cuanto un grano indistinguible de un desconocido amor, igual a mí, se pose y caiga sobre mí. Podrías vaciar un día la ciudad, como yo hice ayer.
¿No has recolectado nada para mí? Penetré en mi librería, la única a la que acudo en momentos así, también desierta y sin contaminar por lectores víctimas del consumismo, y encontré por fin a mis autores, a Knut Hamsun, a Alice Munro, Vaslav Nijinski, Schreber, Sloterdijk, Huysmans, Augieras... todos allí sonriendo desde un burladero compuesto de neblinas y azogue, todos, acaso, expuestos a mis deseos, todos, acaso, testimoniando la inconmensurable estupidez del ser humano.
Naturalmente, cuando pisé de nuevo la calle la acera estaba sucia, mojada, hacía un frío de cojones y, lo que es peor, alguien la había repoblado de viandantes crispados, celerosos autos, vertidos de ruidos ininterrumpidos y obstáculos. Siempre cumplo los plazos. Regresé a mi abismo.

sábado, 10 de enero de 2009

¿El olvido?



Qué difícil resulta arrastrarse por el olvido en la memoria de otro, qué desolación le embarga a uno, qué sentimiento de fracaso devastador. Un estado inexplicable de disolución y desencanto que se resuelve al cabo en un vacío estremecedor. ¿Qué atestigua todo ese olvido destructor? Como si el otro, el olvidador, indiferente en su egoísmo, hubiese dejado una serie de impresiones de las que luego no haya querido nunca responsabilizarse. Y el uno, yo, revolcado en ese tarquín de olvido, permanece atrapado y al borde de una extinción segura, agonizando por la inminente asfixia. Mientras, piensa, en cada minuto de que dispone, en el fracaso que ha supuesto todo ese tiempo en que fue presente y no supo nunca aprovechar. El fracaso queda fijado por ese mismo olvido que lo ha convertido a uno en víctima. No es que sea yo partidario de los éxitos, ni haya querido comulgar nunca jamás con el alardeo de los triunfos que son, en definitiva, siempre efímeros, de corriente alterna y jamás estados permanentes de satisfacción. Si uno cae en el olvido en la memoria de otro es que ese otro ha constatado el rotundo fracaso de ese tiempo que se resume al remate inútil y en el mejor de los casos, doloroso. Estos sentires me vienen acechando hace tiempo con respecto a mí y a algunos momentos vividos con los demás. Desde luego, no soy inocente, soy un ser en ininterrumpido estado de envenenamiento, consciente de lo repugnante que significa haber sido siempre tan irreprochable. Es la vida. Como aprender a tocar el flautín agreste, la vida, de forma que hay que ir aprendiendo cada día, con el mayor esfuerzo, sin dejarse abatir por el desaliento, pues un solo día de abatimiento supone desaprender lo poco que se ha ido aprendiendo con tanto esfuerzo. Y yo que tuve como constante, en tiempos de juventud y tesoro, creerme lleno de fe en mí mismo. Como una energía, y ahora recaigo o acaso caigo en que mi destino quiere que mi propia escritura, mis escrituras sobre todo mentales, nocturnas, preámbulo de mis sueños que son, como los de un desintegrado, inciertos y aleves, se burle de mí. Cuando leí "La cociencia de Zeno" comprendí que, si hubiese sido un enfermo físico -cualquier tara o pejiguera, incluso una discapacidad- me hubiese convertido en un hombre aceptablemente feliz. Ahora he descubierto que soy un hombre que adora su infelicidad, y que sin ella sería terriblemente desgraciado, y que mi melancolía adquirida no es más que la dicha de ser desdichado, tan desdichado que sólo puedo conservar de mí todo aquello que escribo, ya sea en sueños o en papel. Y que todo entusiasmo es peligroso. Ateridos por los altos ministerios de la apatía. Fin.