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martes, 11 de junio de 2013

El jilguero.





 Llevo un tiempo aburrido, esta celda no es lo que se dice un sitio muy transitado, apenas uno o dos ratones   que muestran cada vez toda su desconfianza, media docena de cucarachas veloces y poco receptivas, insectos voladores sin pizca de consideración con mis ansias comunicativas, las arañas que penden al acecho en las esquinas y, cómo no, el guardián que me custodia, no muy diferente a los bichos mencionados. De modo que mi existencia queda reducida a permanecer conmigo mismo la casi totalidad del tiempo de que dispongo, que es mucho y monótono, cosa que no podrían decir, por ejemplo, los payasos del circo o los albañiles, aunque sí los jubilados del parque, cualquiera sabe. El caso es que el aburrimiento conduce, sin duda, a cometer muchas y atroces estupideces porque no, a veces, se sabe controlar. No desesperar cuando uno es asediado hora tras hora, día tras día, incluso semanas o meses enteros por la plaga del tedio es lo que diferencia a un hombre cabal de uno cretino. Y yo soy un hombre de los primeros, motivo por el cual me hallo aquí confinado estrechamente y acaso ya de por vida o tal vez hasta que éstos que me observan consideren cualquier otra veleidad para mí y que, en cualquier caso, sólo vendrá a empeorar las cosas. Pero no desespero, tal es mi capacidad de resistencia ante toda adversidad, y tal es mi desesperanza que ya, acunado en ella, concibo toda mi existencia y armo la totalidad de mi devenir. Soy riguroso, por ejemplo, me he prohibido hurgarme la nariz con los dedos si no es por urgencias que escapen a mi pensamiento; también dejarme llevar por sentimientos derrotistas o que abriguen mi deseo, largamente alimentado, de convertirme en un ser cuyo único objetivo sea el odio. Es muy fatigoso el odio, aunque comience fácil, como el vino dulce es, y muy atrevido, luego ya no tiene solución. Ojo con el odio, me digo, me dije siempre a pesar de todo, y eso que mis captores acaso se lo merezcan. En fin, me digo, prefiero yo ser mi propio tirano. Hace unas líneas ya he dejado de aburrirme, casi he comenzado a divertirme, y, figúrense, ya me está resultando un fastidio, un elemento agotador ese simple hecho, así que voy a emprender un silencio que seguramente resultará largo y penoso, cautivador para mí. Por cierto que, de manera desalmada, he solicitado, mediante nota manuscrita, me sea concedido un deseo: la presencia en mi estancia de un jilguero domesticado y dos kilos de alpiste. Mutable que es uno.

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viernes, 5 de abril de 2013

Parte segunda.

Cruzo el puente, sin duda romano, de un solo ojo, cansado, escéptico, periférico mirando las opulentas montañas que cobijan el pueblo y que llevan extinguiéndose decenas de miles de años como si nada, recubiertas de árboles, y entregado a la idea de ser un hombre olvidado. Veo un niño a lo lejos que camina hacia mí, como si no hubiera otro camino, y lleva una caja de zapatos en las manos. Yo era un niño al que le gustaba apoyar la espalda en las estufas calientes, dijo Simon Tanner Walser, y también que la madurez vuelve infame y egoísta a la gente, anda que no, dije yo. Al acercarse a mí le pregunté al niño qué llevaba dentro de la caja, se lo pensó antes de contestar y habló, Un pájaro, voy a soltarlo desde el puente, tuve un sueño, señor, y en el sueño vi que los pájaros tienen que procurarse su libertad por todos los medios, y yo seré el medio, porque éste no es mi pájaro. Qué hablantino el niño, pensé. Y acezoso continuó su camino y yo lo sigo con la mirada y contemplo cómo mientras atraviesa el puente lo envuelve una alegría alrededor de los pies y cómo se detiene en medio y abre la caja de la cual sale una sombra rauda y alocada que se desvanece en pocos segundos tragada por la distancia. Este niño ha abierto su alma a la virtud. Me atrevo a continuar adelante, desprovisto ya de toda resistencia, con la idea de ver semejantes en grupo, afanados en cualquier cosa, con el deseo de pasar desapercibido y tomar nota, me adentro por una callejuela obscura y fresca, deshabitada pero que da, sin embargo, a una plaza de concurrida sumamente animada, con una terraza de bar donde se halla reunido un festivo grupo de gente que grita con hilaridad y despreocupación. Llevar tanto tiempo recluido y confinado en la estrechez de mi celda me habrá provocado algunos daños sensoriales, supongo, porque allí dispongo de tiempo para muchas cosas pero para otras, las que algunas veces anhelo, no dispongo de ningún tiempo y eso ahora me impide participar y descubro que se me ha escatimado ese placer único que es el de las relaciones humanas, aunque éstas, en ocasiones, no sirvan para nada. O peor, sirvan para meterse en líos. Es imposible no sentir cierto desprecio por algunos seres humanos, todos acaban haciendo alguna mataperrada alguna vez. Y no lo respetan a uno como debiera ser, yo, por ejemplo, sólo soy respetado por una única persona, yo mismo. Me alejo hacia una esquina con la parsimonia del observador y observo cuerpos femeninos y trato de imaginarlos temblando de excitación. Desde luego, tengo daños atrasados, y entonces dudo de si mi condena me ha impedido realmente arrancarle sus encantos a la vida. Pero no puedo detenerme a pensar en eso ahora. Estiro mi brazo y lo recojo en un movimiento circular para mirar la hora en mi reloj japonés. Qué inconmensurable es el tiempo.






sábado, 9 de marzo de 2013

La salida. 1ª parte.

 




    Agotado por el despliegue de imaginación y el abrumador aire puro circulando por mis pulmones, regresé. Ni por un momento se me ocurrió desertar, poner tierra de por medio, despistar a un posible perseguidor con la astucia que me caracteriza aprovechando la sutileza de una esquina, la penumbra de un recoveco o la sencillez de un precipicio. Tengo, algún día, que desarrollar este asunto. Y ahora estoy aquí, de nuevo a buen recaudo, dispuesto a narrar mis sensaciones para, de alguna manera, amarrarlas a mi memoria y así, cuando pasen los años, infatigables ellos, tiranos e implacables, echarles mano como absurdos argumentos egagrópilos y no sé si reversibles. Todos estos detalles, y otros reiterativos, se irán desmenuzando apenas, por pura y vagarosa actitud mía, más próxima a la consistencia de la espuma que a la fragilidad del jabón. Razones no me faltan y digo, nada más alcanzar las afueras, extramuros digamos, percibo, con un mohín necio de mi nariz, que no hay cambio brusco alguno en mi pensamiento, no encuentro diferencia entre estar dentro y ahora fuera, no así en mis ojos, que son casi verdes, que, de repente, se deslizan hacia el horizonte a través, por decir algo, de una estrecha carretera, seguramente comarcal, por la que circula un viejo hacia mí en bicicleta, pedaleando de forma lenta y esforzada. Si pudiera desdecirme, diría que de forma estúpida y ridícula. Lo primero que se me pasa por la cabeza es, una vez esté a mi altura, empujarlo con decisión e ignominia, arrebatarle la bicicleta y lanzarme con ella cuesta abajo con una sonrisa maligna dibujada en los labios. Imagino al viejo tumbado en decúbito supino sobre el arcén, tratando de recuperar un escorzo hostil y desafiante alzando un puño, con cara de absoluta estupefacción y dispuesto a cubrirme con toda suerte de improperios. Pero desisto en el último momento, lamentablemente, cuando caigo en la cuenta de que no sé pedalear, mi padre nunca me regaló una bici. Desde entonces le guardo un rencor secreto. Aún así, no me abandonaron del todo las ganas de derribarlo y luego patearlo -se parecía mucho a mi padre, el cabrón-, y más cuando, al pasar, me dio los buenos días con su dentadura postiza jadeante. El aire era cálido y se alzaba un cielo azul propio para excursionistas, el anciano ciclista se alejaba y yo eché a caminar en dirección contraria  por el borde a lo que parece, a lo no demasiado lejos, una aglomeración urbana, abandonando el jodido pretérito de los narradores pueriles. Vuelvo, en ese instante, la mirada y ya no veo nada tras de mí. Todo se ha borrado, incomprensiblemente, y ya tiemblo ante la infeliz idea de no saber regresar. Pero sigo adelante, apoyado en mi reloj de pulsera, digital, japonés. Seguro que lleva incorporado algún dispositivo localizador, y eso me tranquiliza: ya me encontrarán, si me extravío. Y avanzo como un bípedo que recién ha descubierto que es bípedo y se aleja decidido de una nada hacia otra nada desconocida, entusiasmado de saberse dueño de su propio movimiento y sin importarle  el destino que le aguarda. Es fenomenal.
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sábado, 2 de marzo de 2013

Your love.

                                                                                                      
Esto no necesita palabras.






martes, 26 de febrero de 2013

Desánimo.

      Al parecer, me he ganado la confianza del jefe supremo, tal vez también la confianza de los sabios que lo asesoran o acaso no es más que otra prueba a la que someterme para entretener sus estudios y mostrar al mundo los avances sobre la abstracción y sus respuestas liberadoras o quizás tratar de conocer los abismos virtuosos de la traición. El caso es que anoche, junto con la cena, el guardia, inopinadamente recién afeitado, me trajo la noticia: mañana, nada más amanecer, me abrirán la puerta metálica y luego nadie obstaculizará los pasillos, el patio estará franco, y el alto muro de albayalde que nos rodea mostrará una abertura hacia el exterior por la que nadie me impedirá salir, solo, hacia los peligros de la libertad, con la promesa única de que habré de volver antes que anochezca. El guardia ha dejado un reloj de pulsera japonés en la bandeja y alguna murmuración, luego ha escupido y ha salido sin más, dando un portazo, dejándome estupefacto, la cara incendiada por el asombro y los pies paralizados de tal modo que aún sigo aquí, de pie, tratando de digerir estos excesos maquiavélicos. Ni que decir tiene que me pasaré la noche en vela, imaginando trayectos imposibles, encuentros aterradores, sonidos ya olvidados, el aire no viciado, el pelo de las mujeres, las risas de los niños  y el perfil del horizonte. También amo extraviarme, al menos aún conservo un leve recuerdo de esa intención juvenil, extraviarme para ser hallado en mitad de donde se ocultan aquéllos que huyen de lo impuesto, de lo convencional que te obliga invariablemente a no ser tú, indomables y perseguidos, pero no seré capaz, mis fuerzas han mermado y mi espíritu ha sido ya destruido de tal forma que sólo abriga ansias de paz. Además, llevo algunos días delicado de salud, me duelen las articulaciones de los tobillos, y hay momentos del día en que los intestinos se me rebelan, se vuelven incontrolables y he de acudir al reservado veloz si no quiero empantanar los calzones. Eso lo deja a uno a merced de todos  los enemigos posibles y a la compasión de los neutrales: al menos tengo la fortuna de no tener amigos por los que ser  traicionado o estafado. Ah, me voy debilitando lentamente, mi ánimo quedará derruido como muralla vieja. Tengo que dormir. 
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lunes, 11 de febrero de 2013

Aclaración.

  

 Me vienen diciendo, a veces con una insistencia agrónoma y que yo considero desprovista de toda maldad, que no entienden lo que escribo, que nadie puede entenderlo, y que es costoso de leer; que no llegan al final por más empeño que ponen y que, al cabo, se quedan con un resabio inquietante tras el intento. Vuelvo a, después de un decenio y pico, recordar lo que ya advertí entonces: yo escribo únicamente para dos personas, a saber, yo mismo y otra de la que guardaré secreto sepulcral y cosa de la que ella misma no es consciente. Todos los demás intrépidos lectores que sufren el tormento desigual y escasamente paladino de mi prosa me resultáis primorosamente indiferentes. Carezco de aspiraciones literarias, me importa un bledo la inmortalidad artística y cualquier virtuosismo, por mínimo que sea, que yo pudiera poseer. Lo mío es puro narcisismo terapéutico, así que dejadme en paz con mis artilugios y tortuosidades: admiraré y valoraré vuestro silencio tanto como el premio Nobel. 
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miércoles, 6 de febrero de 2013

El cuento estafador.





     Dan las doce, llevo dos días sin probar bocado invadido por una inapetencia que no sé a qué obedece ni cómo ha irrumpido y que me resulta, a pesar de todo, gozosa, germinal: he agarrado unos viejos papeles recién descubiertos y los he alisado; he empuñado un amedrentado lápiz y me he dispuesto a iniciar un cuento infantil con el que tengo previsto estafar a cuantos niños se atrevan a leerlo en el futuro. Quién sabe. Para acoger esta propuesta me veré obligado a una metafísica del desencanto, de hecho, ya me veo obligado a una metafísica del desencanto, acaso por mi debilidad física -sólo ingiero agua del grifo-, tal vez por esa inclinación propia de todo ser humano al abatimiento cuando se ha luchado durante tanto tiempo en una batalla ininterrumpida sin éxito y en la certeza de la derrota. No durará mucho este estado, digo en voz alta para que me oiga el guardia cuyas posaderas descansan sobre el suelo tras la puerta, soy invencible desde el momento mismo en que reconozco y sé todo lo anterior. El caso es, mancipados lectores del sistema, aprovechar el receso para florecer, dar cuerpo a ese cuento infantil y mostrar a la oxidación y al deterioro ávidos e implacables el fruto de mi estrafalaria creación. Quién sabe. Mi desconfianza no conoce límites, soy tan reservado que no puedo ni siquiera imaginar que estas penosas  frases salgan un día de aquí, de esta celda húmeda, mugrienta y mal iluminada, y vean la luz exterior, que imagino cegadora, y queden expuestas a la oxidación y al deterioro ávidos e implacables de cuantos dedos y ojos empercudidos  y hostiles traten de arrebatarle su justo sentido antes, digo, antes de que los limpios ojos y róseos dedos de hijos sobresalientes, chicos estupendos, criados en la pulcritud neoburguesa, en esa asepsia ideológica tan nociva para la humanidad que va generando vigorosos enfermos de enfermedades nuevas, desconocidas y probablemente irremediables, de imposible tratamiento ya, no mortal, pero sí extenuante, cuyo remate es la imbecilidad más absoluta, digo, se atrevan a hundirse en mis palabras. Mi idea es aprovisionar, ahora que tengo la lucidez del desencanto, de cuantos nutrientes sea capaz mi pensamiento para hacer frente al frío y duro invierno que se aproxima. Asumo el papel de forense, y en cuanto lance un alarido aterrador -el guardia se apresurará a maldecirme- me pondré a la tarea. El cuento empieza así: Nunca fue una vez que el maestro obligó a todos los alumnos a mostrar sus manos para comprobar que en ellas no había restos de tinta...


viernes, 18 de enero de 2013

El perro.



Entre las brumas de un mal sueño y el coyuntural dolor de todo mi cuerpo retumbaron los golpes metálicos y los chirridos, por ausencia de engrase, de los goznes de la simbólica, pero muy próxima ya a lo real, puerta herrumbrosa que me impide cada día, las veces en que a lo largo del día me acuden las ganas, con sus gruesos cerrojos, salir, no ya a la libertad peligrosa, sino ni tan siquiera al patio en donde alguna vez alguien pudiera contribuir al desarrollo de mis escasas habilidades sociales, haciendo un gran esfuerzo, sin duda, llegando al desaliento, digo, o ver un pájaro o ver hasta el vuelo de un pájaro, aunque la mayoría de los días ni me vienen esas ganas, y eso que me ahorro, de tan melancólico que ando, etcétera, y entonces, junto con los golpes y los chirridos y los cerrojos se abrió y yo miré displicente, legañoso, sumido en mis coyunturas doloridas, y vi la sucia bota del guardia junto al hocico de un perro que se adentraban  en mi húmeda celda dejando un susurro descuidado de jadeos en mis pabellones auriculares. Me incorporé atónito en un crujido de articulaciones y huesos desencajados sobre el jergón habitado por una infinita cantidad de toda clase de bichos y los encaré, al guardia fétido y al perro, pequeño, afanoso, rojizo y de vivos ojos negros que se lanzó a lamerme con la desvergüenza propia de estos cuadrúpedos, con una expresión indefinible. La  del guardia, como siempre, era una expresión impaciente y poco cultivada, claves, desde luego, para el afianzamiento de su inmaculada estupidez carcelaria y su nunca saciable crueldad: un lerdo, vamos, por antonomasia. El can, colmado ya de sus lamidas, rastreó entonces la estancia, de esquina a esquina, con una celeridad graciosa, como apoderado de un sentimiento de añoranza indescifrable. Al cabo de unos minutos ocurrió algo extraordinario...