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viernes, 23 de noviembre de 2012

Lo inevitable.

     

     A veces, en días turbios como éste, miro los ángulos de mi celda con arrobo y hasta devoción, y en interludios inexplicables me da por creerme un hombre afortunado. No cualquiera saca provecho del tiempo que pasa mirando los vértices de las habitaciones, lo cual me acerca mucho a la excepcionalidad, por infantil que parezca, y me provoca, de paso, un sosiego de pantano, de culebra, de hoja, de interrupción; ni cualquiera acertaría como yo a mantener el fiel de la balanza espiritual tan en su sitio. En la encrucijada de lo inevitable, es decir, donde me encuentro ahora y ya desde hace un tiempo imposible de calcular, ceniciento, custodiado por guardias que han sido asesinos antes y volverán a matar cuando sean despedidos de aquí, porque habrán de ganarse la vida, digo yo, y no saben hacer otra cosa, es fácil dejarse arrastrar por pensamientos como los míos, colgar la vista en el rincón elegido del techo y creerme un hombre afortunado, como, por degradado que parezca, ningún otro ser. Es pura astucia. Ahora, por tanto, estoy en éxtasis, y he esquivado todas las interrogantes que me llovían como lanzas con la agilidad de quien no es capaz de resolverlas y les muestra toda su indiferencia, de brisa, de tallo, de pájaro, de comprensión. ¿Qué sabemos los encerrados del tiempo sin medida, de los sillares que nos encierran, de puertas que rara vez se abren, de los férreos barrotes de los vanos, del fétido aliento común a todos los guardianes, del silencio y la soledad? Nada. Qué vamos a saber. Sabemos de lo indestructible, de la naturaleza de inventados itinerarios y de otros asuntos prácticos que apenas sirven para sobrevivir en estas condiciones de sillares inexpugnables, puertas  infranqueables, barrotes indomeñables y fetidez. Para qué voy a extenderme sobre la gravedad de estas acusaciones, ahora, recién afeitado, el cabello corto y limpio, el cuello perfumado y la lámpara vistiendo de luminosidad la parte de la estancia que es objeto de la paz de mis ojos, la que me convierte, en días turbios como éste, en un hombre afortunado. Quienes se han venido ocupando de mí todos estos años aciagos yerran si creen que sus esfuerzos han sido recompensados de alguna forma. Las conclusiones a las que han llegado son todas falsas, yo he sabido conducirlos a esas ciénagas del conocimiento con la astucia del superviviente más avezado. Y no pienso pagar por ello. Otro día reflexionaré sobre los lentos movimientos discontinuos. ¡Guardia!

sábado, 17 de noviembre de 2012

Día inicial.




   Después de unos días en que me he dejado arrastrar por el desaliento, sin motivo aparente, acaso por el desencanto del desamparo y ese cierto bienestar con que te acoge la tristeza, cómodo, embriagador, etcétera, hoy he sentido una punzada extraña en el vientre al tiempo que un sonido agudo y vibrante en los parietales y eso me ha empujado hacia el espejo cuarteado que cuelga en la pared norte de mi celda. Horror, un rostro que no es el que recordaba de mí me mira, qué digo, me escruta con el cejo fruncido y una mueca de disgusto espantosa en los greñosos labios. Sin duda soy yo. He decidido afeitarme las barbas y recortarme los cabellos que cuelgan sin orden de la cabeza en un intento por encontrarme a mí mismo detrás de esa pelambrera anárquica, por entre las arrugas apretujadas de tantos días vuelto contra las mugrientas sábanas del jergón, la fina capa mezcla de grasa y polvillo que se ha ido untando en mi piel como mermelada y el velo muy turbio de la mirada legañosa que me contempla. Tengo que estar ahí detrás, oculto, y es mi deber hallarme y convencerme de otras necesidades, por abruptas que sean, antes que continuar así, antes de consentir esta permanencia de vegetal que a punto me tiene de enraizarme al suelo de esta lúgubre estancia. Una cucaracha asoma sus mezquinas antenas por un agujero de la pared. Llama al barbero, le espeto. Guardia, guardia, hay una cucaracha espiándome, grito, esto es intolerable, solicito a la mayor urgencia un barbero, un barbero que me encuentre entre las atrocidades que he contemplado en mi rostro, que las rasure, que arrastre todas las inmundicias de mi cutis y las arroje lejos de mi vista, guardia, ¿no me oyes? Nada, por toda contestación me entregan un silencio atronador, el premio a mi exquisito comportamiento durante todos estos lustros de  clausura en que he sido estudiado, observado, manipulado, experimentado y sujeto a todas las veleidades de esos sabios que afirmaron en su día que iban a convertirme en un ser humano honesto, feliz y colmado de las necesidades y placeres que todo hombre merece a lo largo de su existencia. Mentira. Hace años que no veo un peine, y tengo hongos entre los dedos de los pies, que me torturan de forma inesperada, y yo siempre tuve obsesión por los peines y un temor absoluto a los bichos microscópicos, así que en estas dos contingencias no me están ayudando nada, esos cabrones. No me quejo. Pero podrían devolverme el peine y recetarme algún fungicida para hacerme mínimamente feliz alguna vez, aun por conjetura. Guardia, guardia, ¡un barbero! Oigo ruidos afuera, no sé qué hora es, pero no parece hora en que el guardia esté dando la cabezada rutinaria, así que insistiré: guardia, guardia, ¡un barbero! Que traiga piedra de alumbre, y perfume de azahar, y  el transistor, para evitar las charlatanerías propias del oficio, detesto a los filosofantes. Lo advierto, mi degradación será imparable. Renunciaré a mi paz... Y en esto que se abre la puerta y asoma el esperpento del guardia, asesino de decenas de hombres inocentes, y una bata en apariencia blanca, dentro de la cual intuyo sumergido el escuálido cuerpecillo de un barbero cuya cabeza ridículamente inclinada en la que sobresale un bigotillo de puntas  retorcidas me dice, voilà, monsieur, y yo me quedo expectante y boquiabierto esperando el portazo que dará el guardia al salir.