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domingo, 2 de diciembre de 2012

Carta a mi novia.

    No pudiendo conciliar el sueño, cosa rara en mí y aquí, donde reina una calma de la que soy súbdito, cómo no, porque ejerzo un dominio absoluto sobre mis pensamientos, es decir, los alejo constantemente, a pesar de los esfuerzos de mis observadores y de sus hostiles guardias, digo, agarré uno de los pocos libros del estante de la pared oeste, al azar, con el propósito de esparcir mi mente y sosegarla, un libro gastado en sus cantos, las hojas fatigadas y amarillentas, los entresijos quebradizos y amenazando con sutiles crujidos imperceptibles deshacerse, un libro de relatos de Samuel Beckett que me pertenece desde tiempos anteriores a mi cautiverio y que llevo conmigo desde entonces sin que nadie, me refiero a amigos de lo ajeno y también a censores y de igual manera a gente estúpida que es la gente que provoca la mayor parte de las pérdidas involuntarias que sufrimos los que amamos algunas y pocas cosas, como yo este libro, que no es cualquier libro, sin duda, yo he olvidado libros, los he arrojado al fuego, los he abandonado en manos arbitrarias sabiendo que nunca los recuperaría, etcétera, en definitiva, porque eran libros que carecían de valor para mí, libros inservibles, vomitados por escritores inanes con la única idea de la prepotencia o el afán de lucro, cualquiera sabe, me lo arrebatara. Entonces, como siempre que  echo mano a este libro, lo abrí con delicadeza y a voleo y justo así, sobre mi regazo harapiento y desde sus páginas, cayó una cuartilla manuscrita con fecha de mil novecientos setenta y ocho y que, a lo que parecía, yo tenía en el olvido y, a lo que parecía, parecía una carta a una novia que tuve por aquellos, no años, sino meses, que es el tiempo que me suelen durar a mí las cosas inmateriales, y aquí incluyo, además del amor, la desesperación y la alegría. Dice así:

     Voy a tener que regañarte. ¿Por qué no me dejas desarrollar y cumplir mi sueño? Tan bien sé como tú que todo es un alarde de mentiras, el mundo real y el inventado, todo aquello que construye el hombre, mentira, los sueños, las islas, el amor, drogas alucinantes. Siempre el fracaso, la ruina, el desmoronamiento, toda clase de muertes. Mientras permanecemos, hay que agarrarse a cualquier suerte de mentira. Eres una mujer, una mujer, eres una mujer, me digo muchas veces. Y la mujer nos hace demonios, no cualquier mujer, nos hace demonios, pero buscamos ser un demonio en una mujer, no un súcubo. Un fenómeno convulso que nos retenga. ¿Por qué hablaré en plural? La insatisfacción, siempre la insatisfacción, como una voracidad incumplida que nos corroe o nos desmenuza, que nos deja las piernas fláccidas y nos acaba derribando, y en el suelo, somos trapo ya. Me pregunto si debo continuar. ¿Te estás dando importancia en tu insistencia en proclamarte pequeña e insignificante? ¿Crees que yo me fijaría en alguien con esa estampa y me querría dejar comer las entrañas o comerle yo las entrañas, aun siendo mujer bonita, joven y por eso mismo deseable? Tengo un punto de mezquindad: no me atrevería si fueras fea, o gorda, o defectuosa en algún grado, porque entonces sí serías un monstruo verdadero por dentro, un monstruo que habría ido consumiéndote de fuera hacia dentro y te convertiría en una mujer repulsiva y de la que habría que alejarse, si no huir. Pero tú, mi inteligente Laura, eres un monstruo, en el caso de que lo fueras, de dentro para fuera, que te iría dominando las horas con precipitación desmesurada, y que apenas te daría descansillos, recesos de lucidez común que nada me dicen, ni me sirven, ni busco -de esa lucidez común, tan aburrida, vivo rodeado, qué digo rodeado, ahogado ya. Entonces, según tú, me empobrezco manteniendo esta relación epistolar con un ser tan común como y tan insípido. Prohíbemelo. Todo cuando me prohíbes lo acato, soy así de sumiso con quien sabe apreciarme. Me adentro en mi marasmo. Ten una cosa clara: no quiero nada de ti, nada de lo que querrían otros. Y eres una mujer, una mujer. Tampoco renunciaría, pero eres algo inalcanzable, y mi espíritu de lucha ha mermado tanto en los últimos tiempos que no daría ni para una adolescente virgen y por tanto inexperta. Nos seguiremos engañando, si te parece bien, y escondiendo la precariedad, alternando los antes y los después, nosotros, tan avezados ya en la inutilidad de todo, pero no desesperanzados ni desconocedores de lo que valen los intentos para nutrirnos en el camino. Recapitulo...

    Bruscamente concluye, inacabada, y siento brotar las lágrimas de mis ojos ante el fárrago epistolar cuyo recuerdo viene a lastimarme y, de  camino, a desear arrojarme al lecho con una contundencia que asusta la vigilia: caigo rotundamente dormido.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Lo inevitable.

     

     A veces, en días turbios como éste, miro los ángulos de mi celda con arrobo y hasta devoción, y en interludios inexplicables me da por creerme un hombre afortunado. No cualquiera saca provecho del tiempo que pasa mirando los vértices de las habitaciones, lo cual me acerca mucho a la excepcionalidad, por infantil que parezca, y me provoca, de paso, un sosiego de pantano, de culebra, de hoja, de interrupción; ni cualquiera acertaría como yo a mantener el fiel de la balanza espiritual tan en su sitio. En la encrucijada de lo inevitable, es decir, donde me encuentro ahora y ya desde hace un tiempo imposible de calcular, ceniciento, custodiado por guardias que han sido asesinos antes y volverán a matar cuando sean despedidos de aquí, porque habrán de ganarse la vida, digo yo, y no saben hacer otra cosa, es fácil dejarse arrastrar por pensamientos como los míos, colgar la vista en el rincón elegido del techo y creerme un hombre afortunado, como, por degradado que parezca, ningún otro ser. Es pura astucia. Ahora, por tanto, estoy en éxtasis, y he esquivado todas las interrogantes que me llovían como lanzas con la agilidad de quien no es capaz de resolverlas y les muestra toda su indiferencia, de brisa, de tallo, de pájaro, de comprensión. ¿Qué sabemos los encerrados del tiempo sin medida, de los sillares que nos encierran, de puertas que rara vez se abren, de los férreos barrotes de los vanos, del fétido aliento común a todos los guardianes, del silencio y la soledad? Nada. Qué vamos a saber. Sabemos de lo indestructible, de la naturaleza de inventados itinerarios y de otros asuntos prácticos que apenas sirven para sobrevivir en estas condiciones de sillares inexpugnables, puertas  infranqueables, barrotes indomeñables y fetidez. Para qué voy a extenderme sobre la gravedad de estas acusaciones, ahora, recién afeitado, el cabello corto y limpio, el cuello perfumado y la lámpara vistiendo de luminosidad la parte de la estancia que es objeto de la paz de mis ojos, la que me convierte, en días turbios como éste, en un hombre afortunado. Quienes se han venido ocupando de mí todos estos años aciagos yerran si creen que sus esfuerzos han sido recompensados de alguna forma. Las conclusiones a las que han llegado son todas falsas, yo he sabido conducirlos a esas ciénagas del conocimiento con la astucia del superviviente más avezado. Y no pienso pagar por ello. Otro día reflexionaré sobre los lentos movimientos discontinuos. ¡Guardia!

sábado, 17 de noviembre de 2012

Día inicial.




   Después de unos días en que me he dejado arrastrar por el desaliento, sin motivo aparente, acaso por el desencanto del desamparo y ese cierto bienestar con que te acoge la tristeza, cómodo, embriagador, etcétera, hoy he sentido una punzada extraña en el vientre al tiempo que un sonido agudo y vibrante en los parietales y eso me ha empujado hacia el espejo cuarteado que cuelga en la pared norte de mi celda. Horror, un rostro que no es el que recordaba de mí me mira, qué digo, me escruta con el cejo fruncido y una mueca de disgusto espantosa en los greñosos labios. Sin duda soy yo. He decidido afeitarme las barbas y recortarme los cabellos que cuelgan sin orden de la cabeza en un intento por encontrarme a mí mismo detrás de esa pelambrera anárquica, por entre las arrugas apretujadas de tantos días vuelto contra las mugrientas sábanas del jergón, la fina capa mezcla de grasa y polvillo que se ha ido untando en mi piel como mermelada y el velo muy turbio de la mirada legañosa que me contempla. Tengo que estar ahí detrás, oculto, y es mi deber hallarme y convencerme de otras necesidades, por abruptas que sean, antes que continuar así, antes de consentir esta permanencia de vegetal que a punto me tiene de enraizarme al suelo de esta lúgubre estancia. Una cucaracha asoma sus mezquinas antenas por un agujero de la pared. Llama al barbero, le espeto. Guardia, guardia, hay una cucaracha espiándome, grito, esto es intolerable, solicito a la mayor urgencia un barbero, un barbero que me encuentre entre las atrocidades que he contemplado en mi rostro, que las rasure, que arrastre todas las inmundicias de mi cutis y las arroje lejos de mi vista, guardia, ¿no me oyes? Nada, por toda contestación me entregan un silencio atronador, el premio a mi exquisito comportamiento durante todos estos lustros de  clausura en que he sido estudiado, observado, manipulado, experimentado y sujeto a todas las veleidades de esos sabios que afirmaron en su día que iban a convertirme en un ser humano honesto, feliz y colmado de las necesidades y placeres que todo hombre merece a lo largo de su existencia. Mentira. Hace años que no veo un peine, y tengo hongos entre los dedos de los pies, que me torturan de forma inesperada, y yo siempre tuve obsesión por los peines y un temor absoluto a los bichos microscópicos, así que en estas dos contingencias no me están ayudando nada, esos cabrones. No me quejo. Pero podrían devolverme el peine y recetarme algún fungicida para hacerme mínimamente feliz alguna vez, aun por conjetura. Guardia, guardia, ¡un barbero! Oigo ruidos afuera, no sé qué hora es, pero no parece hora en que el guardia esté dando la cabezada rutinaria, así que insistiré: guardia, guardia, ¡un barbero! Que traiga piedra de alumbre, y perfume de azahar, y  el transistor, para evitar las charlatanerías propias del oficio, detesto a los filosofantes. Lo advierto, mi degradación será imparable. Renunciaré a mi paz... Y en esto que se abre la puerta y asoma el esperpento del guardia, asesino de decenas de hombres inocentes, y una bata en apariencia blanca, dentro de la cual intuyo sumergido el escuálido cuerpecillo de un barbero cuya cabeza ridículamente inclinada en la que sobresale un bigotillo de puntas  retorcidas me dice, voilà, monsieur, y yo me quedo expectante y boquiabierto esperando el portazo que dará el guardia al salir.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Retazo ambulante.

 
Observé un grupo de gente que se demoraba en la terraza de un bar, tres hombres, dos mujeres, una muy joven y atractiva, de pie, la otra sentada junto a otro de los hombres, el que le alzaba la voz a los otros dos que permanecían junto a la muy joven y atractiva que estaba lejos de hacerles caso y se distraía llevando miradas a los rostros y figuras difusos que deambulaban por toda la plaza, quién sabe en qué afanados, y a algunos que, como yo, en tiempos de libertad entonces, se hallaban sentados en otras mesas de ésta u otras terrazas adyacentes delante de unas cervezas o bebidas refrescantes en  general, pues, aunque caía ya la tarde y flecos de obscuridad hacían que los camareros encendieran faroles y apliques, el calor de agosto no daba tregua, y, de hecho, consideraba yo, observar siluetas femeninas era una de las formas de atenuar esa calima insidiosa y de paso, combatir el tedio que provoca la soledad y la falta de expectativas. La sordidez es, en ocasiones, la gran excusa. El vestido, de una tela extremadamente fina, cubría un cuerpo frágil pero capaz de todas las industrias placenteras, pensaba yo, y esa cierta languidez de movimientos, los brazos dorados y adornados con pulseras de incierto valor, las pantorrillas poseedoras de la curva más lasciva imaginable, las puntas de sus zapatitos de tacón, el rizo del cabello oscilando en el precipicio de una frente amplia y despierta como un amanecer, todo, unido y forjando un ardiente deseo de subjetividad inconsistente, alteraba mi sensatez en esos momentos. Y nuestras miradas se cruzaron como un rayo centellea, y luego, de nuevo, volvieron a cruzarse hasta conseguir la inmovilidad, como un premio sin remuneración que sólo satisface un instante impreciso y sólo adviertes su importancia cuando ha anidado en tu recuerdo, y para eso se necesitan tiempo y avance. Y adelanto que eso no ocurrió. Ahora estoy aquí, retenido contra mi voluntad: pero mi voluntad es feble y apenas le concede a la adversidad de mi estado crédito alguno, cualquiera podría pensar y no sin estar lejos de equivocarse que estoy muy de acuerdo con mi situación, no saben ustedes bien de qué peligros alejado.

martes, 12 de junio de 2012

El psicólogo.


Era un camino interminable el que se ofrecía a mis ojos, a mis pies, a mis deseos y finalmente a mi imaginación, un camino cuyas orillas estaban sembradas de tesoros y cada tesoro escondía una aventura y cada aventura un principio en la larga vida de lo efímero, y así. Era mi infancia, a la que me remonto cada vez que me arden los deseos de  evocar la felicidad: todo lo que vino después es lo de ahora, este encierro, esta agonía de las horas y esta infinidad de etcéteras que parecen excavar tumbas  o precipitarse a los vacíos más inexplicables de forma ininterrumpida, tenaz, infatigable, occisa. Es un buen principio, dije, pero beba usted otro trago de cerveza, no vaya a secársele la garganta, que la noto encogida. Si de repente, dije, es decir, de forma repentina yo le ofreciera nuevamente su infancia, imagine, tengo poderes sobrenaturales, no piense que soy estúpido, es un juego, y le ofrezca de nuevo a sus ojos, a sus pies, a sus deseos y finalmente a su imaginación ese camino interminable, cuyas orillas guardan tesoros ocultos dentro de los cuales esperan aventuras que contienen principios de una efímera vastedad, y así, dígame, dígame que soy un ser enfermo, pero dígame también si aceptaría mi propuesta, al menos de una forma natural, dígamelo. Si se lo digo, me dijo tras un rato de desvíos silenciosos y ruidos de tripas, si hablo de una vez, si muevo mis labios mojados de cerveza, ¿conseguiré naturalmente algo? Dije, me temo que no. Dijo, es usted un enfermo, un paralítico que ha sido arrancado de su silla de ruedas y se halla expuesto a la más rotunda vulnerabilidad de los espacios, con sus aristas, sus desniveles, tumultos y obscuros depredadores acechando, jódase. ¿Entonces? Verá, mis últimos recuerdos sobre la libertad de la que gocé un tiempo son de esa misma época de mi vida, es decir, mi infancia y luego el desencadenamiento de mi adolescencia, algo atroz sin duda, pero yo ignoré esa atrocidad para preservar mi salud mental, y, de alguna manera, fortalecer mi espíritu, espíritu que estaba siendo perturbado por todos, la familia, los maestros de escuela, los vecinos, todos los personajes que te miran y que estando ya aniquilados anteriormente por todo ese mismo sistema sólo y únicamente pretenden de forma invariable y con una tenacidad mortal, incansable, aniquilarte a ti también, o al menos contribuir a tu destrucción como forma necesaria y elaborada de permanencia en la más cómoda estulticia humana. Beba usted cerveza ahora, reflexione mientras yo acudo al reservado para aliviar mi vejiga, maniobre de alguna manera, celebre incesantemente su invalidez, cúlpese, remánguese, yo me estoy meando. Lo sucedido posteriormente, un balbuceo de alguno de los dos, ni merece la pena ser relatado, pensaba mientras tomaba decisiones baladíes. Los dos, seres desvalidos que han llegado al desvalimiento por distintos caminos, pero que han logrado la misma y letal meta, él, su oficio de psicólogo y su desnutrición mental corroborada día tras días, y yo, este encierro del que me enorgullezco porque tiene lo que podríamos denominar "una intención", somos dos resultados idénticos.

lunes, 7 de mayo de 2012

Sorpresa.




Como llevo unos días algo revoltoso, como envuelto en una irascible enjundia, metiendo fajina cada vez que oigo pasos al otro lado de la simbólica puerta metálica, digo, este amanecer me han introducido por la trampilla una resma de libros, supongo que para que me sirva de emoliente, estos cabrones habrán usado esta expresión con toda certeza, con la idea de encandilarme de tal forma que encuentre el sosiego a la hora del aperitivo. Los tomos, unos pequeños y manejeros y otros gruesos y pesados, se han esparcido por el suelo mugriento de la estancia en las más variadas posiciones, algunas grotescas, otras estéticamente apesadumbradas, en todo caso, un resultado propio del azar, y por azar escogí el librito peor parado, abierto contra el piso sucio, las hojas expuestas a dobleces dolorosas, y lo consolé entre mis manos tibias. Tras las caricias lo abrí, arrojé un cálido vaho sobre su interior, por la página 69 De modo que pude jugar con calma a pronósticos y adivinaciones, preocuparme seriamente por sus defectos, calcular sus años, su bondad. "Estaría más cómodo si la odiara", pensaba, Leí al principio de la página, y luego sonrisas tras el humo del cigarrillo, el descubrir la manera de no ser nada, Yo era minúsculo, sin significado, muerto. Vaya, acaban de describirme y eso que este tipo, el que ha escrito esto, no me conoce de nada.

lunes, 9 de abril de 2012

La puerta abierta.



Hace ya unos días, al despertarme, vi la puerta de mi celda abierta, entornada que se diría, en conclusión, no cerrada, entonces pensé, de inmediato, el guardián está dentro, husmeando en alguna esquina tras mi nuca, esculcando en  mis papeles dispuestos de forma anárquica sobre el burdo  escritorio, o tal vez debajo de la cama, a saber qué perversión llevando a cabo, o flotando mágicamente en el ángulo muerto de la estancia, pensé todo eso en un tris y un tris después comprobé que nada de eso era, joder, qué cosa es esa de estar la puerta metálica y horrenda sin cerrar, la puerta por donde entran las cosas del mundo que entran aquí, como el pan y la leche agria que me sirven de alimento, y por la que salen algunos de mis desperdicios más comunes, el vano único por el que podría intentar una evasión más que improbable porque me faltan energías y ganas, ciertamente, el mundo no me gusta y sospecho que yo, a estas alturas, tampoco le gusto al mundo, y encima eso ha sido así siempre, desde que hubo un principio en que empecé a razonar estas cosas de la existencia y la cosa de las relaciones humanas, ineludibles por otro lado. Eso. Ignoro qué estrategia fue. Porque eso fue hace unos días, como dije, y lo cuento ahora, días después, por lo que, es evidente, han pasado cosas que no sé si expresarlas o callármelas como un cuco.

domingo, 8 de enero de 2012