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miércoles, 23 de febrero de 2011

Tomar una decisión.


A mi habitual hora tomo asiento en el escabel junto a la esquina sur -por suponer que es sur- y me dispongo a engullir un bocadillo de chorizo. Sin duda es un momento sórdido pero placentero, despojado de toda retórica, concentrado en la monotonía del morder y el masticar, del morder y el masticar, interludio para tragar, y así. Hay gente que no sabe exactamente qué muerde, pienso, y esbozo un gesto estupefacto: supongo que no hay modo de restituir nada en absoluto. Así, mientras estaba en esto me nacen de pronto puntos suspensivos, y unos golpes que al principio sonaban suaves y acompasados, casi ondisonantes, y luego atronadores e insistentes como un comercial de seguros de vida, rompen mi paz y mis pensamientos. Provienen de la pared exterior nornoroeste -por suponer que es nornoroeste- y la hacen temblar. Siempre pasa todo en las paredes exteriores, eso lo tengo más que comprobado, puro empirismo o experiencia, a mis años, en este encierro sin socaires, digo, y pronto ya compruebo que se ha abierto un hueco polvoriento en la mitad de la susodicha pared y una luz sucia penetra con su velocidad inverosímil hiriendo mis ojos y unos ojos torvos, tal vez aviesos, me miran desde el otro lado con curiosidad insana bajo unas cejas de operario obtuso y maleducado. No estoy seguro, pero creo que esto último es un pleonasmo. ¿Qué puedo hacer yo para esculpir tu fortaleza? Le pregunto. Me responde, Vengo a liquidar definitivamente el olvido del mes y de sus cuentas. Pero no, el interfecto en realidad me pregunta, Venimos de parte del alcaide para, por fin, concederle el deseo de su ventana al exterior, y queremos saber en qué pared la desea, señor. Mecagoenlaputa. Tantos años de lucha burocrática y al fin un triunfo. Una ventana al exterior para asomarme en las tristes tardes urentes. Y otra vez el operario que me escupe, No tenemos todo el día, tome ya una decisión. Le digo, Me hubiese gustado vivir de mentira y no tener que morir así nunca. Tome ya una decisión. Pienso, la gama interminable de grises que se distiende como un acordeón sobre los muslos de un músico porteño. Se ríe el operario hacia el otro operario. Tome ya una decisión, pero la ventana irá aquí, en este hueco, del que podrá contemplar otra hermosa pared mal enjalbegada. No hay más respuesta que la contemplación o el olvido, eso lo sabemos los encerrados. Tomar hoy una decisión es como caer en la infamia, pues ya todas las decisiones están tomadas. Dios creó la rutina, y si aciertas en una decisión es porque aciertas en una decisión ya tomada, es fortuna. Obremos con astucia: quiero la ventana ahí, donde ustedes ya han abierto el hueco; quiero que dé a esa pared que dibuja manchas de humedad; quiero, al fin, que tenga rejas. Quiero ser protegido frente a los monstruos del insomnio. Morder, masticar, tragar, lomas, alcores, la brisa parpadeando en el paisaje.

miércoles, 9 de febrero de 2011

La amistad.


Mientras dormía enredado en mis barbas fluviales me ha sobresaltado un jaleo de advertencias, insultos, forcejeos y finalmente un portazo parecido a un rebumbio. Un silencio incierto luego, una porción de territorio salvado, podría imaginarse, usos de la vida, reflexiono. Alguien ha quedado detrás de la puerta de la celda contigua, y me temo que no ha pedido hospedaje voluntariamente: he reconocido a uno de los guardianes de este singular establecimiento, justo el que no ha hablado, por su sobrecogedora respiración, entre aérea y subterránea. Sin duda el otro es el del bigote nietzscheano, siempre van emparejados, y es el que suele agraciar a los reos con vituperios y manotazos. Juntos han arrojado a mi nuevo vecino a la obscuridad sucia y húmeda de la maloliente estancia por al menos dos decenas de días de olvido del mundo. Es la pena mínima. En cuanto tenga ocasión trabaré amistad con él para fortalecerle el ánimo, en las horas de recreo, sin ser indiscreto, antes de ser deslustrados por las sombras del ocio o la desesperación, antes de que una amalgama de cansancio y fastidio consecuencia de la inmovilidad a que nos someten aquí melle su carácter. He de ser astuto, evitar las profundidades abisales de estos parajes plagados de insidias. Lo convertiré en mi amigo, en mi confidente, un lujo, una esperanza en la sencillez, pienso empalidecido ya ante el repentino futuro que urdo. Espero que no sea feo, especialmente desagradable a la vista, ni su aliento expela rayos hediondos, tampoco que sea víctima de algún tic que me haga incómoda su presencia, ni sea un desertor ni un perdedor de los que anduvieron tentando las últimas migajas de su suerte... Si nada de eso se cumple, ansiaré que su plática sea fluida e inteligente y al mismo tiempo coincida o al menos sea afín a mis cuitas existenciales, y, finalmente, que no contenga su alma grumos de esos elementos perniciosos y contaminantes que dejan la traición, la deslealtad, la mezquindad, etcétera, propios de aquellos bucaneros insolidarios, perros de mar, cubiertos de desorden, restos de filibusteros que abandonaron útiles mercaderías, pólvoras mojadas y banderas negras entre la arena y las algas sin vida. Ah, y que la cuota de estupidez sea la indispensable, la justa para despojarla en el intercambio de amistad que preveo mientras me froto ya las manos.