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viernes, 24 de abril de 2009

La literatura.


Hemos mandado introducir en la estancia una nota manuscrita. Por debajo de la puerta. Doblada la hoja en cuatro. Alguien sugirió que en dos era bastante, pero se impuso el cuatro por ser el número igual al número de las paredes. Con tanta doblez por poco si no cuela por la rastrera rendija. Otro sugirió que la nota fuese bordada en tela e hilo dorado: desechamos la estupidez en cuanto descubrimos que había bebido, que fue enseguida. Menos mal. Si acaso no hubiese estado ebrio, lo mismo ahora este pequeño e inseguro ser humano estaría leyendo la nota en lienzo bordado en hilo rojo. A veces creemos que estamos algo tarados nosotros también, siendo como somos, al cabo, y vistos desde todos los ángulos, seres humanos igualmente. Ahora mismo lee la nota en papel, con tinta azul de bolígrafo común y letra minúscula, firme y clara. Reza: La misma derrota que nunca termina. Aguardamos impacientes su reacción. Nada, es él el que aguarda impasible la nuestra. El caso es que no hay reacciones por ningún lado. Ha vuelto, tranquilamente, a ocupar su sillón de orejas. Ha abierto el libro que lee, La isla de los pingüinos, de Anatole France, y va a usar la nota como tarja. Nos hemos dormido. Al despertarnos, que ha sido en el menor plazo posible, nos hemos encontrado con que un lacayo mudo y malafeitado nos ha traído una nota manuscrita del individuo que, dice, ha descubierto al otro lado de la celda, justo a unos centímetros de la ranura inferior y única de la puerta férrea. La hemos leído mientras nos rascábamos la barbilla, excepto uno, que se hurgaba la nariz. Dice: "Ayer tarde decidí revolverme contra el asco de mi estado. Me lo eché en cara y recriminé y, a duras penas, logré un escamoteo, salvarme y, al fin, la escapada. Un rato después, no sé cuánto duró el rato al haber sido privado de relojes y, tal vez, del mismo tiempo, cosa que ignoro, conseguí, iba escribiendo, olvidarlo encaramándome a una actividad frenética. Hay ocasiones, no muchas, pero sí suficientes, en que me lleno de esa actividad, insaciable. Me borbotean pensamientos, arden, llega hasta a dolerme la sien. También el insomnio lo lleno de cábalas y conjeturas y proyectos. Bien, pues ayer me dejé entrar en ese estado y, a resultas, he estado poniendo los cimientos a otra historia muy diferente a ésta que me ocupa ahora. Un vertebramiento lento de una espera imposible que desemboca en la vesania literaria. Voy a escribir un libro. El libro ya tiene hasta el título, y voy a anotarlo ahora mismo antes de que me lo roben y deje de ser de mi propiedad intelectual. Es: "La misma derrota que nunca termina". Versará sobre una espera que jamás se cumple. Indagaré de dónde es nacida, qué veneno trae en sus vísceras, cuál es su hedor. Empieza ya a alzarse en su forma y la miro con satisfacción y arrobo porque siento que se está desenvolviendo en un código mutuo, que está, digo, la historia, sembrada de señales que a estos oteadores que me miran torvos e inquietos y a mí mismo sólo harán esbozar unas sonrisas. Una amalgama de signos que llevan, inevitablemente y por un itinerario casi secreto, a la gloria, a la fama, a la inmortalidad, a lo que sea eso en el futuro. Como tengo esa sensación sesgada en lo que supongo días y días de vivir colocado ante una espera de no sé el qué, y me come el tedio... Siempre aquí, esperando, sin bajar la guardia porque podría aparecer en ese mismo momento... La inspiración. Si descubro que es una espera aciaga, que nace deforme, desquiciada y hasta pesimista, la aniquilaré. Pediré una televisión de plasma y todos los canales inimaginables. No podrán negarme eso. El atontamiento sería absoluto. Pero no, han de implicarse en mi código, y sobre todo, me negaré con uñas y dientes a que se me nuble el desánimo. No cederé un milímetro, no cejaré en mi empeño, bucearé en tropos. Será un derroche luminoso, tenaz. Dejaré de masturbarme. Tentaré olores. Pido más papel y más lápices." Por los huevos de San Cucufato, le ha dado por la literatura, pensamos todos a un tiempo. ¡Qué impudicia! Y nada podremos hacer, pues en el territorio de su mente nada podemos prohibir. Y eso que creímos atorada su futilidad, toda veleidad y asomo de memez en aras de su obstinación por escapar de nuestras inciertas garras carceleras... La creación discurre como un río en crecida, es imparable. Ejecutaremos al que tuvo la idea de la nota: ha despertado a un monstruo.

jueves, 2 de abril de 2009

El amor.


Sabemos que corre peligro porque recibe cartas de amor, ignoramos cómo han sabido dónde enviarlas, y lo hacen, con frecuencia enfermiza, como el amor mismo, y son dos caligrafías diferentes, dos nombres de mujer. Hacen tinta de los besos y anuncian que quieren verlo para cotejar qué son en sus ojos. Cosas así dicen. Coincidimos en que es un castigo demasiado feroz éste que alguien no merece. Porque, bien mirado, y mirado de cerca, el amor es una aleación ridícula, de olvidos, de condescendencias, de incertidumbres. De vaga egolatría. De nefandas coincidencias. De hechos fementidos. Y por lo que vemos, no es el amor asunto de dos, es sólo un juego de reflejos: uno que espera recoger la mirada que mira, y en la que a su vez han sido primero reflejados. Cómo ha podido llegar a esto, lo desconocemos, pues ha permanecido en sus habitaciones tan largo tiempo que el olvido ha debido tragárselo. Suponemos que todo es producto de un error, debido al tráfago de esta vida tan acelerada. Lo que no llegamos a comprender es por qué saben tanto de su alma. Habría que estudiar a estas dos damas y averiguar quiénes son, de dónde proceden y qué buscan. Tal vez buscan en el amor lo que un destino celoso les negó, inventan para que el otro crea, lo buscan por entre el laberinto de habitaciones que un día fue abandonando, descubriendo hebras de infancia, juegos atrevidos en la adolescencia, el calor de unas sábanas recién despobladas, hasta ese instante último del amor, ese estertor que, creemos, lo arroja a uno hasta la soledad más pura y olvidada. Hasta que llega el momento de pronunciar ese te amo que ya ahí mismo, antes de concluir la vocal, comienza a desgastarse. Avanzamos en la investigación y consideramos que nos perdemos a cada paso. A veces creemos que es mejor dar paso al silencio. Es dura esta labor de estudiosos del ser humano y más aún es dura cuando nos enfrentamos a las pasiones, sobre todo ésta, tan estúpida. Hemos tratado de advertirle de tanto riesgo. Mira que los amores se traspapelan, le decimos, que suelen tornarse tan ridículos que apenan, que hay miradas ciegas, todo esto es vaga apariencia de dicha y encanto, que deje de amordazar tanta excusa, que el amor apaga la luz de la cordura y nos confunde y hace que pensemos que perseguimos algo, sin éxito toda nuestra prudencia. Estamos casi seguros de que el peligro ha forzado ya las bardas.