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miércoles, 6 de febrero de 2013

El cuento estafador.





     Dan las doce, llevo dos días sin probar bocado invadido por una inapetencia que no sé a qué obedece ni cómo ha irrumpido y que me resulta, a pesar de todo, gozosa, germinal: he agarrado unos viejos papeles recién descubiertos y los he alisado; he empuñado un amedrentado lápiz y me he dispuesto a iniciar un cuento infantil con el que tengo previsto estafar a cuantos niños se atrevan a leerlo en el futuro. Quién sabe. Para acoger esta propuesta me veré obligado a una metafísica del desencanto, de hecho, ya me veo obligado a una metafísica del desencanto, acaso por mi debilidad física -sólo ingiero agua del grifo-, tal vez por esa inclinación propia de todo ser humano al abatimiento cuando se ha luchado durante tanto tiempo en una batalla ininterrumpida sin éxito y en la certeza de la derrota. No durará mucho este estado, digo en voz alta para que me oiga el guardia cuyas posaderas descansan sobre el suelo tras la puerta, soy invencible desde el momento mismo en que reconozco y sé todo lo anterior. El caso es, mancipados lectores del sistema, aprovechar el receso para florecer, dar cuerpo a ese cuento infantil y mostrar a la oxidación y al deterioro ávidos e implacables el fruto de mi estrafalaria creación. Quién sabe. Mi desconfianza no conoce límites, soy tan reservado que no puedo ni siquiera imaginar que estas penosas  frases salgan un día de aquí, de esta celda húmeda, mugrienta y mal iluminada, y vean la luz exterior, que imagino cegadora, y queden expuestas a la oxidación y al deterioro ávidos e implacables de cuantos dedos y ojos empercudidos  y hostiles traten de arrebatarle su justo sentido antes, digo, antes de que los limpios ojos y róseos dedos de hijos sobresalientes, chicos estupendos, criados en la pulcritud neoburguesa, en esa asepsia ideológica tan nociva para la humanidad que va generando vigorosos enfermos de enfermedades nuevas, desconocidas y probablemente irremediables, de imposible tratamiento ya, no mortal, pero sí extenuante, cuyo remate es la imbecilidad más absoluta, digo, se atrevan a hundirse en mis palabras. Mi idea es aprovisionar, ahora que tengo la lucidez del desencanto, de cuantos nutrientes sea capaz mi pensamiento para hacer frente al frío y duro invierno que se aproxima. Asumo el papel de forense, y en cuanto lance un alarido aterrador -el guardia se apresurará a maldecirme- me pondré a la tarea. El cuento empieza así: Nunca fue una vez que el maestro obligó a todos los alumnos a mostrar sus manos para comprobar que en ellas no había restos de tinta...


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