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miércoles, 5 de marzo de 2008

El devenir anclado.


El balcón, los cristales.
Unos libros, la mesa.
¿Nada más esto? Sí,
Maravillas concretas.
Jorge Guillén.

EL DEVENIR ANCLADO

00:00 horas, en este cuarto, cuya bombilla, la que pende miserable del apulgarado techo, se niega a la orden del interruptor, así que le digo, es igual, la luz me asfixia, nos apañamos con la que se asoma, débil y amarilla, desde la calle, atravesando el sucio cristal de la ventana, los polutos y tristes visillos, hasta la cama, en un instante apropiado de su horizontalidad, tumbado, y esta mujer –ignoro quién es y de qué clase: parece una vulgar puta- que muestra sus muslos blancos y elásticos, que besa mis labios con fulgente habilidad, que los deja precipitadamente con una sonrisa de sardinas en lata, tras mi verbal y alopécico rechazo, una pesadilla de silencio, le digo, tengo sueño de morirme, y el taxista, con sus dientes de cebolla, con su mirada sin brillo, con sus manos artrósicas, apuró los últimos billetes que se humedecían en mi cartera, hiedo, además, al menos, casi le ruego, llevo tres días sin ducharme, la miro vencido, me mira, la mujer levanta una ceja bien depilada, entre interrogante y acusadora, se sube las bragas, se ajusta la corta falda y sale, anulada.
Antes del cuarto de bombilla estéril, de luz muda, y del taxi, hubo un bar, un bar menguado de clientes, y éstos tiritados por la excesiva crueldad de la vivencia, culpables tal vez, no sabemos de qué, posaban hundidos, solitarios y desparramados de forma desigual, vacíos, algunos, sí, algunos culebreaban hasta la salida para hendirse en la obscuridad siniestra de la calle, y yo fui uno de ellos, y de mi brazo, desnudo, colgaba una mujer, esa mujer, a la que había estado desgranando con lentitud exasperante y etílica el último año de mi vida, aciago, descubriéndole la intención de procurarme una muerte asquerosa, eso sí, sin prisas ni jadeos.
Deambulaba hacía dos horas cuando la encontré, me encontró, por los arrabales agostados de la ciudad, enraizada en el pecho una sensación de inciertas oquedades, todo el devenir impreciso, incoherente, que va desatando de forma constante el hecho real, desbocado, desafiando a cada paso una inextricable adversidad, mostrando sus obscuras fauces predadoras, yo buscando unos oídos serenos en donde depositar el cansancio y la mirada, una parte, apagándose, las primeras luces artificiales sobrevenidas, adornadas de insectos, una plaza sin algarabía, un banco desierto que ofreció su paz a mi desasosiego, el recurso fugaz del cigarrillo y la aparición de esa mujer de labios rojos y afilados pidiéndome un fuego prometeico, prestándome sus oídos, recogiéndome la mirada en sus cuencos de diseño, unos momentos, antes de invitarla a cenar, en una linde de la plaza, en un kiosco apurado ella pidió una cerveza y le enderezaron un bocadillo de sardinas enlatadas, sonriente, yo pedí dos cervezas con pausa, la miraba, mientras engullía, le contaba mis asperezas y desencuentros, que había matado la tarde bebiendo brandy en un tugurio infesto, sentado en una mesa junto a la ventana letreada, cafébarlapiedra, desde donde contemplé, abstraído, sin pena, cómo me robaban el coche dos jóvenes, es posible que delincuentes o aprendices, sometido por la circunstancia, sin pasión, pedí otra copa al enjuto camarero y creo recordar que esbocé una sonrisa.
Un vistazo al urinario, para qué describir, sí, una meada larga, espesa, de azufre, hedienta, y un amago de vómito, qué recuerdos.
Y acudí a la cita con el brandy tras almorzar con una mujer, la mujer a la que seguramente amo, aunque eso es algo que el mismo y constante devenir pudiera hurtarme de las mismísimas garras de lo puramente real, quizá, pues, en adelante, no la amo, pero yo suelo caminar hacia atrás, para permanecer, así que diré que la amo, que la amé: pero me escupió mi actitud desatesorada de la vida, desincrustadora de fulgores, y no me gustó que lo hiciera, ¿ves?, es posible que no, que no la ame, igual ni sé qué es amar, un fenómeno que precisa atención, afirman algunos que es una necesidad enfermiza que nos cura con pespuntes y nos somete , otros que si una debilidad que lo único que garantiza es el desengaño que nos acecha certero o la abulia, presta, digo, yo, si la amo deseo bebérmela cuando con ella estoy, sí, me la bebería, pero, al parecer, no es líquida, dime, dime si no es eso un signo de amor, tú que me oyes mientras masticas esas malolientes sardinas, las valederas piernas cruzadas, la paciencia sujeta por el hambre.
Me preguntó que por qué, que por qué la había llamado por teléfono a la oficina, lamibles sus pantorrillas bajo la mesa, para invitarla a comer, si ya estaba medio borracho, o todo, de no sabía qué, dentro de aquella cabina en donde sudaba como un pollo mojado o como un obrero en un andamio antes de los postres, a los postres, que no comí, le contesté sediento que porque deseaba bebérmela, que temblaban mis manos y sentía escalofríos desequilibrantes cuando su ausencia se prolongaba en el tiempo, tanto espacio, traté de sonreír para camuflarme tras la clara mirada de ella, azul, especificando su tristeza de mí, su valor, su orgullo y su remate de feria –si es que hubo feria.
Toda la mañana, con su claridad de asfalto, sus humos de escape y sus ruidos angostados, estuve rumiando si hacer o no esa llamada, qué tiranía, se me olvidó afeitarme, quizá porque ni siquiera hube de levantarme ese día de ninguna cama, ni me miré al espejo, claro está, ni creo haber pasado por la pensión esa noche, qué noche, ¿para qué?, tanta desnudez me deprime a la vez que eriza, el pensamiento híspido, al amanecer, desayuné con mis amigos de bendita, virgen, cristalina, perfumada alegría, ellos, insistieron en desconectarme de la adversidad que traía adherida a la ropa desde el pueblo, como si fuese una gallina de cine, pensé, pero olvidaron, se olvidaron de que había piel y huesos, y un devenir obtuso, mórbido, que impedía cicatrizar las constantes heridas, vitalistas bien miradas, y ellos, la amistad, o su metáfora, pretendían negarme la vida, ellos, los muertos atados al convencional sistema, sí, de moral y sometimiento acatado, a ellos, les vomité iracundo, ausente la pasión, sí, pero me pagaron el desayuno, dos cafés, y los cigarrillos, y me dejaron aquella soledad fría de agosto para acudir a sus confortables guaridas burguesas, y yo, acaso rehaciendo mi vida, la vida, a cada instante, sin raíces, sin la mansedumbre del rebaño, incierto, descosido, pero ufano, mis brazos levantados al sol, libre.
Toda la noche, aún antes del ágape de neblinas, anduve apurando el desprecavido instante devenido, aliviado por toda suerte de filosofías adúlteras y la trágala del alcohol gratuito, despotricando contra la igualdad del ser humano y abanderando una conveniente jerarquía que disponga cualidades y gradientes, en el amor, en el juego, en el trabajo, en la aventura, en el dolor, en el placer, etcétera, qué palabra, cavilo, menuda quillotranza, que no somos ovejas, que si asumimos el papel de gregario es sólo por despreciable debilidad, la debilidad del cristiano, la debilidad del socialista, la debilidad de Occidente frente a la vida, que se aferra al pasado ya desde el proyecto futuro, lo material casado con la moral que justifique y anquilose, el objetivo, morir vivo, vivir muriendo, alcanzar la muerte vivo, vivir muerto, permanecer cadáver, qué digo, si estoy completamente curda, aquí, en esta habitación sin luz propia, en esta pensión que no sé si podré pagar mañana, ni me importa, pues algún sortilegio articulará el devenir para hacerme fuerte de nuevo frente a esos seres inferiores de miradas torvas, provisionales también, pero más, y yo, sin ningún sentimiento trágico, holgado, difamado, ahora, casi la medianoche sobrevenida, y esa mujer que veo desde la cama en la que estoy hirviendo y que en un momento va a brindarme un portazo de ensueño, y esa luz amarillenta que se cuela asténica por la ventana, están para recordarme cómo se rehace la vida a cada instante, pese a todo, y que hay que vivir, o seguir viviendo, sin miserias, en desinencia permanente.


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