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jueves, 27 de marzo de 2008

La puta.


Esperé apoyada contra un muro para hacerme la encontradiza. Lo vi bajar de un taxi. En la distancia, el sol de la tarde me tupía los ojos y observé su silueta, tal como la que percibía en la ventana. Me acerqué hasta él y alcé los ojos para buscar los suyos, por ese viejo prejuicio de que las personas somos máscaras excepto en nuestras miradas. No eran grandes, sus ojos; no eran fieros ni espectaculares. Pero estaban tomados por la ternura, y la ternura, en mi soledad y mis sombras, suele ser un matiz que me sobrecoge, como sobrecoge más una ermita que una catedral de ésas imperiosas. Por esa ternura emanada de sus ojos, le sonreí con los míos y sentí el impulso de darle un abrazo muy fuerte o, mejor aún, de pedirle que me abrazara. Pero no pude hacerlo, porque le sentí de pronto incómodo e inquieto y, por el viejo prejuicio de las soledades y de las sombras y de las heridas que quizá dejó otro hombre, pensé “Ah, vaya. Para él sólo soy la puta.” O peor aún “Ah, vaya. Otro que tampoco querrá quererme”. De modo que me giré y, presurosa, me adentré en el portal, con las puertas decoradas con plantas y espavaranes. Me senté en el sillón, encendí un cigarro y lloré de tristeza.

1 comentario:

Malgastar esfuerzos dijo...

Esto es una suerte de prolepsis. Aunque no lo aparente.