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lunes, 3 de marzo de 2008

El aeropuerto.



El aeropuerto.

¿Usted sabe lo que es estar atrapado? Atrapado como un ratón en una ratonera, como un león en la jaula de un circo, como un esclavo en la ergástula, una aproximación al estrangulamiento. No hace falta que me conteste, las palabras son otra forma atávica de atraparnos, sólo sirven para engañar al otro, al que está dispuesto a escuchar, al que se deja engatusar por ellas. ¿Ve usted esos perros? Son perro y perra, y se están observando, se miran, se acercan, se olisquean, los morros, el sexo, es una cuestión de piel. Si esas percepciones que reciben de forma recíproca confluyen, coinciden, es decir, si se acaban gustando, se aparearán. Los humanos no somos así, nosotros preferimos usar la falaz palabra para hacer caer en la trampa al otro, para alcanzar nuestro propósito, generalmente éste aparearnos, copular, triunfar con esa mentira, con ese despropósito inicuo y destructor. No me diga nada, usted siga ahí, ensimismada, dando sorbitos al café, mirando extasiada a través de esas ciclópeas cristaleras, contemplando cómo despegan y aterrizan los aviones, cargados de gente que miente, que confunde, que aparenta cada día ser quien no es para supervivir, para determinarse, para sobrevivir a la crudeza de la existencia. Su perfil es hermoso, su pelo desprende un aroma de frutas, sus brazos desnudos y bien torneados incitan al exceso. Si usted volviera ahora sus almendrados ojos marrones hacia mí y expresaran aunque sólo fuera mínimamente la crepitación de una sonrisa, el aleteo alacre y breve de las pestañas, acercaría mi nariz a su brazo izquierdo para embriagarme de ese olor frutáceo y humectante. Y si esta nariz mía, grande y alabeada, no fuese torcida por un bofetón reflejo de su delicada mano, eferente y tibia, elevaría mis labios ansiosos hasta la redondeada pureza de su hombro para dejar allí la huella húmeda de mi beso. Veo que ha sonreído usted, que ha completado su hermosura con una sonrisa, pero ésta ha sido una sonrisa críptica, que encierra un enigma entre cáustico y coqueto, una sonrisa que ha preferido cercenar con otro sorbo al café, y yo he sentido una punzada de desdicha en el estómago. Sé que las palabras son un estorbo y yo ya estoy estorbando más que una espina en un ojo, más que un ciempiés en una almohada, y usted me gana, me gana porque me vence con su mudez, con su gesto extraviado, embellecido por esos rizos suaves y adormecidos que se abisman sobre su sien unos, sobre sus mejillas otros, sobre los acantilados besables de su tibio cuello de porcelana al fin. Usted, es probable, ignore qué es sentirse tan atrapado, tan confundido, tan desolado, tan sin esperanzas, tan. Sorpresa, ha injertado usted una frase, Esa ignorancia me mantiene feliz. Y me ha mirado con la levedad del ala de un colibrí. Inmediatamente se ha desligado, porque aterrizaba un descomunal Jumbo, un espectáculo soberbio, sin duda. Y yo emprendo de nuevo mi camino al esfuerzo, tratando de difundirme para usted, empecinada en su mudez sabia, llena de certezas. Siento ganas de desvincularme de usted de forma súbita, me da rabia. Pero miro esas piernas de gimnasta y sucumbo inexorable, tratando de adivinar el grado de elasticidad de sus muslos bajo ese vestido evanescente, floreado. ¿No ha pensado usted nunca en huir? No, seguro que no. ¿Sabe? Sólo podría cesar mi voz si usted oliscara mi pecho. Pero usted sabe que la estoy engañando, que toda esta palabrería sólo obedece a la intención de seducirla, de menoscabar la ingravidez celestial de su cuerpo, que yo, este pobre ser humano devastado y sin opciones pretende, sin ninguna garantía, follar con usted, y luego, qué... No me haga caso. No consentiré que usted se deje embaucar por mí, porque tengo la insoportable sensación de que me estoy enamorando de usted, de sus manos, de sus uñas, de la corrección de sus labios, del lustre que trascienden sus pezones. Por favor, aniquíleme usted a la mayor celeridad. Dígame que me calle. Levántese y camine hacia otros asientos, pida ayuda a un guardia jurado, considere que toda esta afabilidad mía no es sino un testimonio de lo poco serio de mis intenciones. Pero no desaparezca sin darme un beso antes.

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