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domingo, 2 de marzo de 2008

La enfermera inflamada.


LA ENFERMERA INFLAMADA


Hace dos semanas fui sometido a una operación quirúrgica con el objetivo ruin, deplorable, antinatural de esterilizarme. Fue una sencilla vasectomía. Me colocaron por todo atuendo una bata verde abierta por delante, una especie de cofia y unos mocasines, tras lo cual me hicieron pasar al quirófano y me indicaron con mucha amabilidad que me subiera a una camilla, que no llegaba a mesa de operaciones. Me encaramé allí no sin esfuerzo mental y expuse mis atributos a aquella intemperie. Ni que decir tiene que me sentía cohibido, casi humillado en el interludio, viendo ir y venir a las dos enfermeras, una de ellas muy, aparentemente, joven y guapa. El cirujano permanecía en un rincón de la sala rellenando unos papeles. Ni me miró. Las enfermeras sí me miraron, incluso creí percibir, en mi turbación, cierto grado de morbo y mofa, una mezcla de obligación y desencanto, con sus ojos me miraron, únicamente podía yo verles los ojos a los tres, impedido por las mascarillas y los gorros. La enfermera aparentemente joven y guapa, además, llevaba los brazos desnudos y eran unos brazos armónicos, de piel suavemente sonrosada y una fina pelusa dorada en los dorsos que los embellecían aún más. Ni me fijé en los brazos de la otra enfermera (no parecía ni joven ni guapa). La operación transcurrió con absoluta normalidad, e incluso charlamos, el cirujano y yo, sobre filosofía barata y sobre literatura, concretamente Ovidio. Prometí regalarle, si sobrevivía, un ejemplar de “Las metamorfosis”, pues él sólo había leído, y decía que hasta releído, “Ars amandi”. Durante la charla se reveló que la enfermera aparentemente joven y guapa era, cómo decirlo, tonta. No exactamente tonta, claro. Ya me entienden. También descubrí su edad, y fue a petición del cirujano que me propuso adivinarla. Veintidós, dije yo. Fallaste, dijo ella mientras me sostenía el pene entre el pulgar y el índice, por cierto, parecía un pingajo en todo su estrepitoso desfallecimiento. Le pregunté, cuando lo soltó, si tenía novio, o algo. Farfulló no sé qué, total, que no lo supe. Tenía ya treinta y dos años, confesó, y no pude, como es natural, ver su sonrisa, porque sonrió, sólo en sus ojos. Eran muy bonitos bajo sus estilizadas cejas. Deduje que era morena y de cabello cortito y sedoso. La otra enfermera, mientras tanto, merodeaba fuera del alcance de mi vista. Creo que estaba emocionada contemplando mis testículos rasurados. Un asco, de verdad.

Ahora está ella aquí, Irene se llama. Me está recordando que Agustín, el cirujano, me indicó que eran quince los días, a partir de la fecha de la intervención, que debía permanecer, es decir, abstenerme de mantener relaciones sexuales. Y yo había cumplido, desde luego, con grandes esfuerzos, pero permanecido puro estas dos semanas a pesar de las erecciones constantes y sobre todo nocturnas. Y que mañana era el día quince lo recordaba bien, la fecha prescrita, y proscrita como prudente límite y límite ansiado por mí. Y ella, la enfermera aparentemente joven y guapa, está aquí ahora conmigo en la penumbra de este pub, al que he acudido esta noche solo, con la idea de relajarme un poco después de una semana de atroz trabajo en la oficina, y ha sido ella, la enfermera, la que se me ha acercado como mujer desconocida para mí, para preguntarme, sonriente e irónica, por el estado de mis testículos, lo cual me ha sorprendido muchísimo. Entonces yo le he mirado los brazos, suaves y de dorados reflejos, y a intervalos los ojos, antes de contestarle a ella que bien, pero que aún no los he puesto a prueba, y enseguida he sabido que era ella, la enfermera aparentemente joven y guapa en la sala de operaciones, y aquí, en este sitio llamado pub, indudablemente joven y guapa, que me había reconocido sin duda nada más verme entrar, alegrándose tanto por tan curiosa coincidencia que no ha podido reprimir su deseo de acercarse desde su rincón, donde se divertía con unos amigos y amigas, entre los que no vi a la otra enfermera, a saludarme y, sobre todo, a contemplarme de forma distinta, en mi estado normal, digamos, en un ambiente cuya atmósfera no está sujeta a tanta rigidez, ninguna, y se ha atrevido, ufana ella. De lo cual yo me he alegrado, a pesar de la estupefacción y el careto circunspecto, acercando luego mi rostro al rostro de ella, absolutamente jovial, de tersa y perfumada piel, para plantarle dos besos muy por debajo de las carnosas mejillas, casi en cada una de la pareja de comisuras que segmentan sus labios sin carmín pero sonrosados y gruesos. La he invitado a sentarse a mi lado, a charlar un poco, si le apetecía, y le he cogido la mano para mostrarle mi simpatía y alejar, del mismo modo, cualquier recelo. Ha aceptado. Ahora estamos charlando con fluidez sobre todo, pero especialmente sobre el día en que nos conocimos, de las sensaciones que me invadieron, los temores también, e igualmente ella, con sus sencillas palabras me transmite su percepción de mí en aquel momento. Me resulta, mientras la observo, extremadamente simpática y agradable, viva e irresolutamente laxa. Estoy pensando que es encantadora y no me atrevo a decírselo, tonta pero encantadora, ya me entienden. En este momento suena un bolero, ignoro el título, y entre los dos flota un silencio que aprovecho para examinarla. Conserva una dulce expresión infantil en el rostro y su figura es flexible y ligera. Desprende un perfume tenue que parece provenir del arrebol de sus mejillas. Un breve atuendo le cubre el menudo torso en el que resaltan suaves y primaverales los senos. Ella, en su silencio correspondiente, quiero creer que me está examinando a mí, los firmes rasgos de mi cara, las manos pausadas, la forma de llevarme el cigarrillo a la boca, el pelo que asoma viril desde el pecho por la abertura de la camisa. De pronto me acaricia el cabello, para acomodarme un mechón rebelde, dice, y sonríe con sus labios de fruta. Y yo la miro ya con ojos de fuego. Ella, la que fue para mí antes mi enfermera aparentemente joven y guapa y ahora está aquí confirmando ambas cualidades, lo ha notado, y ahora se acercará un momento al rincón donde permanecen sus amigos, expectantes, y les comunicará algo. Vuelve a mí radiante y me toma de la mano invitándome a salir fuera, al fresco de la noche de verano. Yo he aceptado, acepto con docilidad de esclavo sometido ya por sus encantos persuasivos, embriagado por la fragancia de canela y azahar que la envuelve. Seducido.

Pasearemos por el parque. Yo captaré en ella una inquietud urgente, le apretaré con suavidad la mano. Ella, bonita y fulgiendo debajo de las estrellas, me dirá, Vamos a mi apartamento. Entonces ya no será como ahora, pensaré, ese sencillo bienestar sexual que apenas clama sus deseos, prudente y juicioso. Me subirá al piso en silencio y como sombras penetraremos dentro, y sin otra luz que la que es robada a las farolas de la calle, me conducirá a su lecho sobre el cual me tumbará con tierna violencia arrojándose sobre mi cuerpo y deshaciendo mis labios con audaces besos y mordiscos. Oh, me pedirá que la vaya desnudando conforme sus enloquecidos y ardientes movimientos lo permitan. Lo intento, pero la inflamada enfermera parecerá tener azogue, lucho por desnudarla, y en la briega primera rozaré uno de sus pezones y estará endurecido y erecto como un pitón. Introduciré, en mi esfuerzo por descubrirla de las engorrosas ropas, aun breves, engorrosas, una de mis manos entre la cintura y su pantalón y buscaré ya instintivamente su coño, su coñito, santo cielo, estará húmedo como manantial e hinchado como mejillón al vapor por los jugos sabrosísimos. Ella lo nota y se afana en mí con mayor diligencia. Aplicando toda su destreza me desnudará en un periquete, de pronto me veré desnudo, menos humillado o cohibido que aquella primera vez, desde luego, el pene no estrepitosamente desfallecido, sino vibrando entusiasmado, Cuidado con los puntos, le digo, me besa ya los testículos que hace catorce día conoció visualmente, aún glabros, Calla, cielo, sabré yo de puntos más que tú, y sonreiré feliz y dichoso por tener a esta fierecilla de dientes dulces mordiéndome a la luz tibia de las farolas que se asoman a contemplar por la ventana de la habitación. Conseguiré desnudarla al fin, oh, será la perfección y la precisión en todas y cada una de sus redondeces y esquinas. En ese instante me erguiré como un coloso encelado para apoderarme de toda ella, enfermera joven y guapa, revelada tonta pero capaz de las mayores hazañas para sobrevivir y engañar adversidades y sortear trampas propias de la existencia. Comenzaré a besarla sin abreviar, tras sosegarla con promesas de éxtasis y placer, Realmente eres divina, le diré, y volcaré en sus ojos todo el poder curativo de mis ojos. Luego la abrazaré e iré resbalando por su cuerpecito de seda y oro hasta recalar en el manantial de ambrosías que se abrirá para mí, en donde abrevaré sus jugos intensos con sed de dos semanas, e iré lamiendo el brocal de sus labios henchidos hasta arquearla de placer y extraerle los más excitantes gemidos. Haré incursiones por toda la suculenta hendidura origen del mayor de los deseos. Enfermito mío, me dirá, bien se nota que en este tiempo no has probado bocado. Nada, mi enfermerita, sólo leer a Ovidio y soñar con este momento. Como un felino se revolverá de nuevo sobre mí, plantándose sobre mi polla y lamiéndola con sus labios carnosos, glandeándola y perdiéndola dentro de la dulzura de su boca, a la vez que en un movimiento giratorio vertiginoso abrirá sus piernas a horcajadas sobre mi torso ofreciéndole su coño, coñito chorreante a mi boca ansiosa que lo besará con frenesí. Lo lambiscaré con avidez lingual, e iré introduciendo la lengua dentro con suaves y rítmicos movimientos para que quede bien lambido él. Recorreré toda la hendidura lambisqueando más y con mayor empuje cada vez en cada lambida, sin olvidar el agujerito del culo, ella me lo pedirá inflamada, Unas lameduras, anda. Y yo meteré la puntita de la lengua en él. A ella le gustará tanto que me suplicará, Más, más. La satisfaré en todo. Me pide que le acaricie el culo todo, lo haré. En esto que me pedirá que hunda ya de una vez mi polla, a pique de estallar, en su coño, todo brutalmente lubricado, con un beso me lo pedirá. Y lo haré con todo el cariño, ella sobre mí a todo lo largo, sus tetas duras sobre mi pecho, de cuando en cuando las aprieto con las manos y las saboreo a besos. Me pedirá que le acaricie el culo al mismo tiempo y meta uno de mis dedos en su suculento ano, Un poquito, para acompasar con el vaivén, me dirá. Por todos los querubines, qué excitado me tendrá esta mujer, tendré que redoblarme para complacerla, me pedirá que la folle a gritos, ¿No es eso lo que hago?, le pregunto, qué más quieres, perversa, y sonreirá enloquecida de gusto, ceñida a mí. Estará verdaderamente hermosa, Irene, endosiada por el resplandor de las farolas, pensaré y le comunicaré al mismo tiempo que voy a correrme ya, que estoy al límite, que me ha dado toda la satisfacción, le diré, que tras la abstinencia me es imposible prolongar más este estado enfebrecido, y de pronto noto cómo ella se corre en su propia satisfacción y yo me corro a la vez que ella mordiéndole un brazo terso y aterciopelado, oh, por todos los dioses, qué gusto insuperable será, qué chorro incontenible y desbordante después de quince días de contención, esta avenida tumultuosa dentro de su coñito, inundado, suculento y jugoso, voy a ir, iré enloqueciendo, ella me morderá las tetillas hasta dejar sus adorables marcas dentales en ellas, rabiosamente complacida, me dirá en su tontez inmediata que me quiere, que me amó desde el momento justo en que me vio sobre la camilla asustado y animalizado, en mis ojos lo notó, que pensó, me dirá, que ya en ese momento supo que aquel hermosísimo pene entraría en su ansiosa vagina para consumirla de placer. Todo eso me dirá ya exhausta y tendida a mi lado, sudorosa y embellecida por los jadeos, acariciando con ternura mi polla aún endurecida y chorreante y no poco agradecida, pues no dejará de verter semen que ella irá lamiendo con deleite. Yo no diré ya nada, es seguro que no la amo, y me entra un sueño pacífico, así que la atraeré hacia mí y la acurrucaré en mis huecos, como protegiéndola. Es natural y sencillamente boba en su encanto. Querré conservarla, pensaré. Le susurraré palabras de miel en la oreja, convencido y extenuado, para no agravar ninguna consideración futura, acaso algún que otro encuentro similar. Al cabo de tres meses recibiré un mensaje suyo, de Irene, la enfermera joven y guapa, inflamada ella, en el que me comunicará que va a ser madre y que tendremos un precioso bebé, fruto de la voracidad sexual que nos devoró esa noche. Será posible, exclamaré.

Fin.

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