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martes, 8 de abril de 2008

El dolor.


Todos conocemos el dolor, el dolor propio alcanza las más altas cotas, el dolor del otro nunca es como nuestro dolor. Así que todo dolor es imperfecto, toda subjetividad es imperfecta y cada cual se otorga el retorno cansado, después de haber hollado la roca del dolor, como la mayor de las proezas. Hay quien se consuela contemplando el dolor de los demás: es cuando ese dolor ya no tiene retorno, cuando va a residir ininterrumpido, permanente, incisivo hasta el final. Se lucha contra la naturaleza de ese dolor de maneras inverosímiles. Leyendo a Alexis Zarythinos, en "El postrado", descubro una. Dice esta gota brillante de poesía:


Un poco, un poco más alto

colocadme, para ver en alta mar

los que se ahogan.


Vemos nítida la imagen: un hombre trozado de enfermedad, hecho migajas su cuerpo en una cama de hospital con ventanas al mar. Nadie lo visita. Ruega al movimiento infatigable de las enfermeras un ángulo para su vista, el ángulo preciso para que su sufrimiento salga fuera acompañado, o engrandecido, o silenciado frente a los que en el horizonte marino mueren. A modo de adehala pide la comprobación de que hay otros que más que él sufren, tanto dolor hasta su muerte. Su vida, aunque postrada, en un hilo aún avanza: es éste su contento.

Pero el dolor no es una unidad de medida. Resulta mezquino tomar la escrupulosa romana y depositar en un platillo una porción de dolor y en el otro otra. No se puede, ni se debe, ni se quiere escandir con los dedos el sufrimiento ajeno, tan sólo el propio, el que sentimos ha buceado con su acero por dentro de nuestra propia carne, que es el peor, el más indigno, el inmerecido. Y cómo respetar todo el dolor que no sentimos sino en ecos o despojos, cómo hacer para acercarlo, mitigarlo, acompañarlo y que eso sea verdad... Creemos a veces, y de forma estúpida, que cualquier tormento desconsolado es algo que engrandece, y que hay que despreciar todo el secreto de la felicidad. Y no, es una creencia falsa. Hay que acoger el dolor como si de un perro manso se tratara, acunarlo en sus segundos tibios.

Hay un dolor igual a esas ruidosas tormentas de verano: cuando termina, queda la tierra ebria y tranquila, y el sol no tarda en aparecer con sus alfanjes dorados. Este dolor se parece a la rabia. Luego están los otros dolores, secos desde siempre de lágrimas, o no, pero con cristales cortantes dentro, tan filudos que, si se hace un movimiento brusco, indebido, muerden la carne.

Y no hay tránsito, ni huida. Siempre pertenecemos al dolor.


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2 comentarios:

Lena yau dijo...

Peris, !qué buenas tis reflexione en torno al dolor!...el dolor que asocias a la tormenta de verano...es exactamente así.

El poema me dejó muerta.

un beso!

Ogigia dijo...

gracias por tu visita, peristilo