
No sé si tengo miedo. Sé que me asfixio, que tengo el abdomen endurecido y una palpitación insidiosa que se alterna de forma que me provoca una minúscula tortura a la altura de la carótida izquierda. Lo del miedo no lo sé, y eso que sé también que estos me observan día y noche seguramente para comprobarlo. Provocan explosiones para asustarme, en casi todas las ocasiones cuando me encuentro en el acto de defecar. Creo que es rabia lo que siento, miedo no, y eso que a veces se camuflan con formas diferentes y vienen escondidos detrás del acto más banal, más leve, y se cuelan como frío entre las juntas de las ventanas, si es que hubiera ventanas aquí, porque todo esto es puro metaplasmo. Entre tanta austeridad es preciso algo de color para expulsar lo que sea el miedo, o la rabia, o el dolor o cualquier otra cosa que sienta. He llegado a pensar, en momentos así, que realmente no siento nada, pero todo me indica que eso no es posible, que lo imposible tiene dos caminos, o disiparse con el tiempo o con el tiempo mostrarse que no era imposible. Tanto pensar me da hambre, pero hoy toca ayuno. Ha vuelto la palpitación, ora sí, ora no, así, durante quién sabe cuántas horas. Para ahuyentar el miedo lo mejor es contarse uno historias, historias que nunca ocurrirán: de chico, ser un as de la equitación. Luego, de joven, alcanzar esas grandes hazañas sexuales con las mujeres sedientas de placer. Ahora, de adulto ya, confinado aquí, me cuento historias de lucidez y aplomo en las que soy el protagonista. Huelga decir que jamás alcancé ningún éxito. Sólo he sido una vez y otra, capturado. Toda esta cadena de fracasos pueden explicar esta continua tristeza que me camina de arriba a abajo, por dentro, que, desde luego, me llega de lejos, considero que heredada, y que en tardes como ésta se estrella en mi cabeza como un recuerdo que no me pertenece. A saber qué están haciendo conmigo aquí. Ahora que recapacito, ni siquiera sé qué edad tengo. ¿Tengo edad de tener miedo? Esos ojos ávidos que me observan con tan cruel insistencia ansían que les hable del miedo. Y yo les digo, mudamente, que mi tiempo y mi edad han de contarse con el óxido de ruedas dentadas que chirrían escondidas en cualquier lugar fuera del mundo. Oh, han puesto cara de asombro. No. Es miedo. He visto el miedo en sus ojos. Ignoran, esos monstruos, que soy un cuerpo gozoso de juventud que encierra un alma prematuramente envejecida. El rostro de mi alma despierta cada mañana desbordado de arrugas. Ellos no hacen preguntas, pero las intuyo, y sé que corren a esconderse, precipitadamente, para no conocer la respuesta. Y eso que ni siquiera tengo necesidad yo de pronunciarla. Tampoco quiero pronunciarla, pero haré una excepción ahora: es la muerte. Acaso no es la muerte. No. Es el miedo a la muerte. O es el miedo al dolor que antecede por instantes inefables a la muerte. Todo eso ahí revuelto, como un tumulto que nos arrastra y desobedece toda ley o fuerza de la ley. Este cansancio me está gastando, la palpitación ha cesado y ha sido sustituida por un sarpullido. Tendré que administrar mejor estos acontecimientos. Una mosca se ha posado en mi mano, o apariencia de mano, y con la otra mano espero aplastarla. Qué importancia tendrá esto para ustedes. El caso es que para mí, mucha. Todavía tengo manos.