Vistas de página en total

sábado, 9 de marzo de 2013

La salida. 1ª parte.

 




    Agotado por el despliegue de imaginación y el abrumador aire puro circulando por mis pulmones, regresé. Ni por un momento se me ocurrió desertar, poner tierra de por medio, despistar a un posible perseguidor con la astucia que me caracteriza aprovechando la sutileza de una esquina, la penumbra de un recoveco o la sencillez de un precipicio. Tengo, algún día, que desarrollar este asunto. Y ahora estoy aquí, de nuevo a buen recaudo, dispuesto a narrar mis sensaciones para, de alguna manera, amarrarlas a mi memoria y así, cuando pasen los años, infatigables ellos, tiranos e implacables, echarles mano como absurdos argumentos egagrópilos y no sé si reversibles. Todos estos detalles, y otros reiterativos, se irán desmenuzando apenas, por pura y vagarosa actitud mía, más próxima a la consistencia de la espuma que a la fragilidad del jabón. Razones no me faltan y digo, nada más alcanzar las afueras, extramuros digamos, percibo, con un mohín necio de mi nariz, que no hay cambio brusco alguno en mi pensamiento, no encuentro diferencia entre estar dentro y ahora fuera, no así en mis ojos, que son casi verdes, que, de repente, se deslizan hacia el horizonte a través, por decir algo, de una estrecha carretera, seguramente comarcal, por la que circula un viejo hacia mí en bicicleta, pedaleando de forma lenta y esforzada. Si pudiera desdecirme, diría que de forma estúpida y ridícula. Lo primero que se me pasa por la cabeza es, una vez esté a mi altura, empujarlo con decisión e ignominia, arrebatarle la bicicleta y lanzarme con ella cuesta abajo con una sonrisa maligna dibujada en los labios. Imagino al viejo tumbado en decúbito supino sobre el arcén, tratando de recuperar un escorzo hostil y desafiante alzando un puño, con cara de absoluta estupefacción y dispuesto a cubrirme con toda suerte de improperios. Pero desisto en el último momento, lamentablemente, cuando caigo en la cuenta de que no sé pedalear, mi padre nunca me regaló una bici. Desde entonces le guardo un rencor secreto. Aún así, no me abandonaron del todo las ganas de derribarlo y luego patearlo -se parecía mucho a mi padre, el cabrón-, y más cuando, al pasar, me dio los buenos días con su dentadura postiza jadeante. El aire era cálido y se alzaba un cielo azul propio para excursionistas, el anciano ciclista se alejaba y yo eché a caminar en dirección contraria  por el borde a lo que parece, a lo no demasiado lejos, una aglomeración urbana, abandonando el jodido pretérito de los narradores pueriles. Vuelvo, en ese instante, la mirada y ya no veo nada tras de mí. Todo se ha borrado, incomprensiblemente, y ya tiemblo ante la infeliz idea de no saber regresar. Pero sigo adelante, apoyado en mi reloj de pulsera, digital, japonés. Seguro que lleva incorporado algún dispositivo localizador, y eso me tranquiliza: ya me encontrarán, si me extravío. Y avanzo como un bípedo que recién ha descubierto que es bípedo y se aleja decidido de una nada hacia otra nada desconocida, entusiasmado de saberse dueño de su propio movimiento y sin importarle  el destino que le aguarda. Es fenomenal.
.

2 comentarios:

Mª Teresa Martín González dijo...

¡¡Pobre anciano!!jeje.
Miles de sensaciones se reflejan en tu relato de ese viaje a la libertad.
Por cierto, ¿qué demonios es egagrópilos?

Un saludo.

Malgastar esfuerzos dijo...

Lo de egagrópilo es una guarrada, sin duda. Pues sí. Que dios te lo pague, el viaje.

Saludos cordiales.