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sábado, 10 de enero de 2009

¿El olvido?



Qué difícil resulta arrastrarse por el olvido en la memoria de otro, qué desolación le embarga a uno, qué sentimiento de fracaso devastador. Un estado inexplicable de disolución y desencanto que se resuelve al cabo en un vacío estremecedor. ¿Qué atestigua todo ese olvido destructor? Como si el otro, el olvidador, indiferente en su egoísmo, hubiese dejado una serie de impresiones de las que luego no haya querido nunca responsabilizarse. Y el uno, yo, revolcado en ese tarquín de olvido, permanece atrapado y al borde de una extinción segura, agonizando por la inminente asfixia. Mientras, piensa, en cada minuto de que dispone, en el fracaso que ha supuesto todo ese tiempo en que fue presente y no supo nunca aprovechar. El fracaso queda fijado por ese mismo olvido que lo ha convertido a uno en víctima. No es que sea yo partidario de los éxitos, ni haya querido comulgar nunca jamás con el alardeo de los triunfos que son, en definitiva, siempre efímeros, de corriente alterna y jamás estados permanentes de satisfacción. Si uno cae en el olvido en la memoria de otro es que ese otro ha constatado el rotundo fracaso de ese tiempo que se resume al remate inútil y en el mejor de los casos, doloroso. Estos sentires me vienen acechando hace tiempo con respecto a mí y a algunos momentos vividos con los demás. Desde luego, no soy inocente, soy un ser en ininterrumpido estado de envenenamiento, consciente de lo repugnante que significa haber sido siempre tan irreprochable. Es la vida. Como aprender a tocar el flautín agreste, la vida, de forma que hay que ir aprendiendo cada día, con el mayor esfuerzo, sin dejarse abatir por el desaliento, pues un solo día de abatimiento supone desaprender lo poco que se ha ido aprendiendo con tanto esfuerzo. Y yo que tuve como constante, en tiempos de juventud y tesoro, creerme lleno de fe en mí mismo. Como una energía, y ahora recaigo o acaso caigo en que mi destino quiere que mi propia escritura, mis escrituras sobre todo mentales, nocturnas, preámbulo de mis sueños que son, como los de un desintegrado, inciertos y aleves, se burle de mí. Cuando leí "La cociencia de Zeno" comprendí que, si hubiese sido un enfermo físico -cualquier tara o pejiguera, incluso una discapacidad- me hubiese convertido en un hombre aceptablemente feliz. Ahora he descubierto que soy un hombre que adora su infelicidad, y que sin ella sería terriblemente desgraciado, y que mi melancolía adquirida no es más que la dicha de ser desdichado, tan desdichado que sólo puedo conservar de mí todo aquello que escribo, ya sea en sueños o en papel. Y que todo entusiasmo es peligroso. Ateridos por los altos ministerios de la apatía. Fin.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

no es "goce", la palabra que cierto psicoanálisis da a la enfermedad, o al síntoma de la enfermedad?
no se aminore vuesarced. ya sabe que la lucidez extrema disuelve la emoción hasta el andamio de la emoción; mientras que la así llamada felicidad de la vida es, justamente, un tratar de ocultar el andamio y un tratar de aparentar edificios sin cimientos.
en fin, no le digo nada que usted no sepa y hasta se canse de saber.
Ah, y que me alegro de leerle.
un abrazo de este anacoluto, otrora watt.

Malgastar esfuerzos dijo...

Como decía Boris Vian, ese tipo rebelde y transgresor por naturaleza que además supo morirse a tiempo, o uno cree en dios o uno es lúcido. Y yo no creo en dios -ni apenas en nada. Y no es que esto me otorgue toda la lucidez, por lo que me queda algo de emoción no disuelta, digamos gracias a dios... Le doy toda la razón, empero. Y no sabe cómo me alegro de verle dejar aquí sus, también lúcidas, palabras. Espro que todo le vaya, en la medida de lo posible, bien.
Un abrazo de este proteico, otrora Mat.