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viernes, 27 de marzo de 2015

Tus palabras.





    Tratando de abrigar mi alma de una cierta tormenta metafísica, me encontraba agazapado en un rincón de mi celda, cada día más sucia y cada día, sin embargo, más acogedora, cuando oí rechinar los goznes de la puerta -de forma ignominiosa me niegan el lubricante para, según dicen, mantener esa estética del sonido tan necesaria en mi situación de encerrado y sometido a frecuentes sobresaltos- y yo, semioculto detrás de esa mugre hedienta que se va acumulando tras las cortinas de arpillera, di un respingo y, oh, sorpresa, la empercudida mano del guardia sostenía entre sus no menos mugrientos dedos un sobre, tipo carta, mancillado por la presión e incluso el aliento lobuno del mensajero. Fue lo primero y único que vi. Me arrojó el sobre con movimiento de remolino y, abierto ya, vino a  depositarse a mis pies descalzos, donde, gratamente, reconocí tu letra en dos palabras. Miré la puerta y vi desaparecer la mano tras el ruido del portazo. Sigo sin saber qué me empujó a este rincón, un poco carcomida la cordura, un poco roído el pensamiento por esta desidia de los días tan semejantes, quizá para desentumecerme de algunos juramentos, acaso para escapar de este insondable abismo sin vida que me succiona. Extraje con avidez la cuartilla y comencé a leer esas palabras tuyas en donde observo que contemplas con lucidez, y me emociono, y veo como una chispa invisible que crepita y me envuelve tu mensaje analgésico. Y de pronto, el deseo irreprimible de escribir, de enviarte a mi vez esa dosis de chispa crepitante, una de esas dosis de turbidez  que actúan con claridad artificial. Yo querría contarte de viajes imposibles, siendo los más imposibles los soñados, y entre los soñados, aquellos que gozan de la mayor impunidad, pues en ellos alteramos sin riesgo alguno todas las circunstancias que nos oprimen, aunque sean contra los demás, y nos veamos obligados a matar, degollar, forzar, violar, cometer magnicidios, adelantarnos al tiempo y siempre, en todas estas tareas, salir incólumes, con apenas un rastro de sudor y una sonrisa inquietante que dé fuerza y vigor a todos nuestros actos. Penetrar otros territorios, imposibles también, no menos que el mismo viaje, territorios  en donde se pudiera jugar a la posibilidad de un tiempo en círculos en el que yo alcanzase a ser todo lo que deseé alguna vez, y luego poder mostrártelo satisfecho, Mira, mira lo que soy, Laura, lo que he conseguido sembrando ideas y cosechando arquitecturas literarias que van a asombrar al mundo, mundo que yo desdeñé con mi peculiar sentido del desprecio hacia la humanidad. Y tú contemplarías esa joya pequeña, acaso sin dejarme subir al coche, temerosa  de esos segmentos demasiado arriesgados, aliviada al saberme aquí, desvalido, sensatamente confinado en esta celda en donde, desde hace tiempo incontable, me mantienen a pan y agua, torturado por mis propios pensamientos, la mano del guardia y los goznes de la puerta. Es mi inocente serenidad.