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domingo, 17 de febrero de 2008

Desaparición.


DESAPARICIÓN


Aún sospechaba de aquel ciego que una noche, dentro de una habitación a obscuras, lo vio manipular la combinación de la caja fuerte que había a su espalda.




Ruido de linternas, tras desaparecer, he de recobrarme, tras renunciar, serenarme, tras mi desaparición, tras mi renuncia, recobrarme, serenarme, agitado. No tengo nada que decir ni, probablemente, en medio de esta obscuridad agitando mis tristezas nada que merezca la pena ser escuchado, ni cercano ni lejano, estrépito. Aleación de mansedumbres que en su parálisis explota. No tengo nada que decir, pues, ni con seguridad audiencia en esta negrura audible, algo falla aquí, nadie que se pare o incline a escucharme, tiene que indefectiblemente pararse y es conveniente (conviene) que se incline, estoy dentro de un coche, dicen que es mi coche, pero nadie, ni siquiera el más despistado de los transeúntes (caminantes) en tránsito, algo falla aquí, pasaría por este sitio a estas horas, ni a ningunas, a éstas menos, el matorral huraño (hosco), a escucharme. No coincidirá un rostro que asome a escrutar rostro inescrutable, a no ser los que me buscan. No he dejado huellas ni rastros, quizá el olor que ya se habrá, de todos modos, disipado, ni siquiera una sombra como ni siquiera, de nuevo, el más despistado. Y sin embargo digo, no paro de decir, para no tacharme del todo significar inquietud que me conduce, bajar la ventanilla manualmente, no paro de decir cosas inconsistentes, apostrofando, digo y digo como una necesidad que me extrae del estremecimiento diario, como un tañido de guitarra, o de campana, quién sabe, ya las campanas ni tañen como antes, como antaño iba a poner, pero me he arrepentido, quién sabe por qué. Abriendo la boca, o sin abrir la boca, lo menos posible o a intervalos cada vez más largos, una vez ya tan largo que no sea preciso usar la palabra intervalo, lo entienden. Ni quien se detenga ni se incline a escudriñar, si se diera el caso remoto. Nunca hubo una época, pienso, y este pensamiento mío carece de toda validez, tan vacía en lo de decir, en lo dicho, y sin que sirva de impedimento nunca hubo una época en la que tal vorágine de cosas se digan unos a otros los humanos, disparates sin cesar, tumultuosamente, disparates sin pudor, herramienta mágica en mano, ondas profusamente usadas para comunicar profusamente disparates, algunos más disparatados que otros, pero todos inservibles, deformados, inútiles, innecesarios. Cruzamos ingentes cantidades de ellos de forma irrefrenable, compulsiva, enfermiza, paseando, dentro del coche, sobre el sofá, de forma tánica, que no sé lo que es, pero me contagio. A pesar de todo, nada que decir, y sobre todo con la seguridad de no tener audiencia, voy a decir, para no caer decididamente exhausto en esta espera densa, obscura, vagamente penitenciaria. Voy a decir peraltando las curvas de cada línea. De chico veía venir a mi abuela a lo lejos, durante todo el tiempo, desde que la adivinaba en el recodo, justo detrás del almendro, no dejaba de mirarla, observándola fijamente y a la vez poblando de pensamientos mi tierna cabeza, viéndola caminar con esfuerzo, padecía de un pie, generalmente cargada con un bolso grande en la mano izquierda, era zurda, y otro bolso o maleta más pequeña en la mano restante, la derecha. Siempre era temprano cuando venía, pero ya todo era claridad si no estaba nublado. No era normal, de todos modos, que eligiese un día nublado, pronóstico, para venir a vernos, sino un día luminoso, pronóstico, y un día largo, intuido, pues venía de lejos, caminando, con su pie, y caminando desde ya antes del amanecer, cargada, como digo, con bolsos y maletas las dos manos, la izquierda y la derecha, primero la izquierda y luego la derecha, y así una y otra y otra vez mi abuela, y yo la veía aparecer casi siempre el primero, a lo lejos, seguramente la esperaba, la esperaba siempre, cada día luminoso la esperaba. Los días en que las nubes algodonaban el cielo no, esos días cundía en mí la desesperanza y no me sentaba en el poyo que rodeaba el porche a esperar algo que no aparecería. Algunas veces llovía. Esos días no esperaba nada, creo, y los dedicaba a jugar con algunos de los juguetes que algún día pasado, siempre, viajó dentro de uno de los bolsos o maletas que transportaba mi abuela con tanto esfuerzo, el más alto de los esfuerzos, y desde tan lejos, y que solía transferirme junto con besos y abrazos y sonrisas de abuela cansada desde ya antes del amanecer, pero abuela lúcida, por tanto, besos y abrazos y sonrisas de cansancio y lucidez, nada que se parezca a lo común. No me ataba los cordones de los zapatos o rara vez, nunca por displicencia. Eso lo recuerdo ahora en esta obscuridad y en silencio, me conforta, no pienso ni por un momento decírselo a nadie, a nadie interesarían mis recuerdos ni mis disparates, pienso. Pienso que quizá sí atenderían otros disparates más cercanos, inmediatos, conclusos y redondos en toda su inanidad, así lo creo. Estoy engullido dentro del coche, y la radio del coche permanece muda, como es mi costumbre mantenerla, muda, por una necesidad que me fortifica, muda, me niego a contaminar mis oídos de viejo con sonidos absurdos, mejor dicho, con sonidos estúpidos, no escuché jamás otro tipo de sonidos que no fueran absurdos y estúpidos y deformes a través de una radio o cualquier otro aparato de parecidas características, así es como creo, pienso. Y el coche está invadido o rodeado por la obscuridad, y yo dentro de esa obscuridad sentado, solo, al volante, y ni que decir tiene que está parado en medio de la noche, flotando en medio de la noche, obscura, obscura porque es una noche alejada de toda luz artificial y contaminante, esas luces que indican que alguien se está sirviendo de ellas para, creen ellos, iluminarse, los munícipes lo creen así cuando iluminan calles y travesías impúdicamente, y restan ominosamente brillo a las estrellas del firmamento y anulan su belleza y su pureza, y hasta la misma luna, en ciudades enormes y brutales, se ve perjudicada en la nitidez de su reflejo, esa luna que vio en días tan lejanos cómo mi abuela partía a mi encuentro guiada por el lucero del alba, quién sabe con qué ilusión nueva cargada. También acarreaba sus pesadumbres, mi abuela, pero las mantenía ocultas. Eso lo sé ahora, después de tanto tiempo, tras indagar en su existencia, si es que mi abuela tuvo alguna vez una existencia que se pudiera calificar como tal existencia, no porque ella fuese mágica o irreal, sino porque su existencia fue siempre una existencia en permanente extinción, hasta que un derrame cerebral anunció súbitamente su fin, primero de su espíritu, nunca doblegado, y segundo y pronto, de su cuerpo, siempre frágil. Sólo hay primero y segundo, creo. Ahora sólo vive, intermitente, en mi recuerdo egoísta, porque en esta espera obligada por mis obligaciones dentro de la obscuridad dentro del coche, lo necesito, y la visto con las palabras que fecundan mi decir. La vida se acaba y no hay nada en otro sitio, en cualquier otro sitio nada y ya soñar vale ahora, y el recuerdo perdido en la negrura se rescata de la tormenta que azota la memoria, o de otra tormenta peor, la inmutable tormenta que es vivir, presos del ínfimo sobresalto incesante e incesantemente reprimido. Para qué imaginar, para qué comunicar, para qué ese esfuerzo demoledor sino por uno mismo aturdido y temeroso que acude a ellos, imaginar, comunicar, esfuerzos, para sentir que mínimamente vive y espera ver cómo se dibuja la silueta de una mujer tras el recodo, justo detrás del almendro, renqueando, portadora de algo más que un juguete. Acaricio la idea, me deleito en ella, iluso, perplejo me rasco una pantorrilla, genuflexo en el asiento del coche, cuánta negrura densa, qué espesor, y me dispongo a encender un cigarrillo, a violar esta sagrada obscuridad en la que estoy momentáneamente preso, acaso refugiado (diría que el momento es por siempre, pero nadie lo creería si me escuchase). Mis ojos, a fuerza de ofrecerse a la obscuridad, pretenden vencerla, atravesarla, artillados y dilatados como los de un gato, los cierro cada vez más, un poco más durante más tiempo, qué pavorosa negrura, me pregunto si estará nublado (ella, mi abuela, lo sabría) si habrá un amanecer y luego luminosidad suficiente para, al menos, creer que aparecerá ella, mi abuela muerta y de ideas avanzadas, siendo costurera. Crece en mí un deseo, se desarrolla, se extiende y desborda el habitáculo del coche por las ventanillas semiabiertas, no corre aire alguno, es ella, no es ella, oh, quiero ya ahorrarme toda esta fatiga inútil, la de mirar sin ver nunca nada, ni de día, ni de noche, ésta aún menos, siento. ¿Es posible que cese en mi esfuerzo de penetrar la obscuridad en busca de un rayo de luz que ilumine mínimamente y que alegre? La luz alegra enseguida, cualquier luz, la claridad, el juguete, los besos, las sonrisas, la perspectiva de un palmo aunque fuera de bóveda celeste estrellada ya colma, sin yo saberlo, colma. Malditos, volved, volved, munícipes, volved con vuestra falsa y mínima luz y alegrad este rincón desprovisto, volved con vuestra falsa y mínima luz a proveerlo, pero ignoradme, volved, en mi imploración. Vuelvo a encajarme, me retuerzo inquieto en la espera bastarda de mi asiento, la cabeza hundida en los hombros hasta las orejas, los brazos extendidos a lo largo del cuerpo doblado en tres, una mano de un brazo, entre los desnudos dedos, desnudos digo yo, sostiene como por arte de magia una porra roja incandescente de luz, el cigarrillo, las piernas en ángulo recto, o casi, y abiertas, el sexo dormido, expectante. Así rezo, giro alguna vez la cabeza, a derecha, a izquierda, movimientos estériles, los ojos sólo aciertan a ver ahora la porra roja incandescente de luz del cigarrillo que humea y con periodicidad acude a los labios, inhala, exhala su humo, cuando inhala se incrementa el resplandor de la luz y he llegado a observar el reflejo de mi rostro y una mano en la luneta del coche, y me he estremecido un instante, el primero. En los restantes he renunciado, cerrando los ojos. Un silencio prolongado de este silencio en el que vivo. Eso. No he advertido aún que todo es angustiosamente silencioso aquí. Obscuro y silencioso. Antes olvidé los pies, mis pies. Húmedos y fríos, uno, adivinen, sobre el pedal del embrague; otro, suelto, liberado, pero igual de húmedo y frío, ambos dentro de unos zapatos negros, sin lustre. Todo es culpa mía, merezco un castigo ejemplar por decir lo que voy a decir ahora: que conocí a alguien que había aprendido a soportarlo todo excepto una cosa, ser visto. Pasó años, los últimos, sin ser visto ni por él mismo, tan bien se organizó. Pudiera decir bastante de él, mentirme incluso, pero no me hundiré en esa felonía, por respeto, freno. Punto muerto, un silencio, esperen un silencio. Desempolvar el silencio en esta espesura, uno, dos, tres, insuficiente, silencio, obscuridad ¿habrá alguien ahí fuera, es decir en la luz y el sonido, comprendiéndome? Imposible saberlo, mejor ignorarlo, que crean que no tengo voz siquiera, si es que tengo voz para hacerme comprender, voz propia al menos, voz, quizá se empeñen en adjudicarme una voz, seguramente para decir disparates como todos dicen, y así ser reconocido, igualado, semejante, y no como ahora, sin voz, sin voz comprensible, todo paralizado a la escucha, no escucho nada, afortunadamente, ni yo me entiendo, tanta palabra, tanta sombra en la sombra, capas de sombra superpuestas que van fortaleciendo la obscuridad y yo dentro de la obscuridad, fuerte, atrevido en medio de la noche que acabará huyendo perseguida por las primeras luces. Es lo malo. Algunos seres queridos querrán rescatarme. Ahora me buscan en la luz, no aquí, donde estoy a salvo de ellos. Conforme vaya avanzando la luz, devorando la negrura de forma imperceptible, legañosa, irán avanzando ellos, con sus voces, con sus pequeños pasos enloquecidos y sus pies calientes protegidos por un calzado adecuado, Dónde estás, aparece, vuelve, queremos tu voz, gritarán, y ya no tendré sitio para ocultarme, pero me haré el sordo, apagaré el cigarrillo, o les gritaré, Chupadme el pene, y más de la mitad darán media vuelta y se alejarán a toda velocidad, horrorizados. Por supuesto no creo que los que sigan avanzando lo hagan con la idea de chuparme el pene, tendré que deshacerme de ellos de otra forma, tal vez les cuente la historia de mi abuela y así me den por definitivamente perdido, o irrecuperable, quién sabe. Son muy tozudos. Mientras me descubren iré refiriendo mis numerosas incertidumbres a quien creo palpita a mi lado. No, no palpita, come flores, cualquier tipo de flor sacia su apetito, las engulle y apenas uno lo advierte, más bien cree que al olerlas las ha absorbido por las fosas nasales, les ha extraído toda su consistencia material hasta volatilizarlas. Pero no, yo sé que las mete en la boca y casi sin masticarlas, para producirles el menor quebranto posible, las traga. No es pecado. Ahora no lo veo, en esta obscuridad de boca de lobo, pobres lobos, ni tampoco lo oigo respirar, es casi seguro que no necesita respirar, horror. Tampoco me atrevería a tocarlo, me aterra alargar la mano libre al asiento de al lado, en donde supongo que está inmóvil, y no tentar nada, ningún espesor, y sin embargo no ha podido escapar de aquí, nunca de mi lado, por debilidad, se puede asegurar que por debilidad, pues yo acostumbro a llevarlo por campos copiosamente floridos, pétalos exquisitos y de todos los colores imaginables e inimaginables con los que alcanza algún ápice de vigor, se nutre ininterrumpidamente, como, por lo general, casi todos los herbívoros, aunque tengo la certeza de que no es rumiante, sólo herbívoro, pétalos, corolas, algún tallo o fuste tierno, indescriptible de todos modos. Una vez vomitó. Intentó copular sin conseguirlo una decena de veces, y vomitó tras el esfuerzo, un vómito dulce y perfumado, y aún así quedó exánime, desfallecida la mirada, suplicando ayuda. Dejaré mis incertidumbres para más tarde, para cuando alcance alguna certeza imprescindible, la de que me escucha, por ejemplo, o para cuando sea descubierto y obligado a decir disparates, tantos y de la calidad que ellos me exijan, también sé decirlos, no crean, estaré, cómo decirlo, vencido, reducido, a su merced. No espero ni deseo comprensión, estoy harto de sus viejas mierdas. Que se jodan. Sólo, en este momento de tensión y angustia inefables, querría abrazar a mi abuela, la mujer que supo protegerme por encima de todos y de todas las adversidades, pero fatalmente no está ya, no aparecerá con sus maletas cargadas de ilusión, tras el recodo, su pie, justo detrás del almendro, cuando hermosísimo es primavera y luce en todo su esplendor, siempre algún juguete en el interior de sus bolsos, pocos años antes de morir eran libros de aventura, por ella me aficioné a leer, me inculcó el gusto de leer, leía bocabajo sobre la cama hasta quedarme dormido, después de haber experimentado la alegría de la lectura y satisfecho intelectualmente, quedarme dormido. Ella falleció de golpe aniquilada por un derrame cerebral, una embolia, decían, dejando sus vestigios en el niño, la silueta luminosa, los abrazos, los juguetes, los libros que aún conservo al lado de otros progresivamente más obscuros, y me dejó pedazos de su muerte. He oído algo, imagino que es alguna alimaña que merodea fuliginosa debajo del coche, husmeando las ruedas, es posible que me haya olido a mí, creo que acabo de mearme encima, un descuido o incontinencia, suele ocurrirme cuando me escapo de todas las voces inútiles dejándolas atrás, empequeñecidas, insostenibles, e imaginen que cada vez arrojo con violencia el aparato de telefonía móvil contra la pared y estalla y se esparcen sus trozos ante el asombro de los espectadores, comúnmente imbéciles o fieles contribuyentes. Sucede con no poca frecuencia y aun estando acostumbrados ya siempre se muestran sorprendidos y me afean la actitud con infinitos y espantosos calificativos, sin freno alguno. No es por mí, lo sé, es por ellos, adoptar esa postura defensiva y hostil que desinfecte cualquier mínimo elemento de duda sobre sus corduras y sus convicciones morales sólidas graníticas inquebrantables, cuánta entereza, y disciplinadas. Amén. Nada sorprendente entre tales individuos que la elección de sus perplejidades venga determinada por tan nauseabundas y colectivas premisas, pues ni pensar en atribuirles un pensamiento propio que fatigue sus cerebros o resquebraje las columnas que sostienen su cúmulo de valores o provoquen un desplazamiento en sentido prohibido que los aísle o los mutile, leprosos, apestados, huir de la sensación de angustia del abandono, los peligros del abandono. Inmovilizarse. Ocurre que presiento un cosquilleo involuntario, un recorrer de hormigas frenéticas y una consecuencia inevitable pese a sus escasa aceleración, indudablemente se zambullen multitud de deseos encarnados y la erección avanza hasta la dureza de la furia, mucosidad ansiada por el arbotante encabritado que jamás renuncia a sus excesos, ni acude a los bordes de la tacañería sexual para reaparecer luego derrotado, o peor, decepcionado por no aliviar sus urgencias verticalmente durante el primer cuarto de hora, cabizbajo, esgrimiendo o farfullando cualquier sospecha inaudible. Todo esto sucede cuando ni siquiera es posible alcanzar una eyaculación medianamente placentera, con o sin mucosidades ajenas que al ser conjugadas multiplican el estímulo y por consiguiente el placer y la abundancia. Eso si todo transcurre con la natural normalidad instintiva del deseo encarnizado, digo, esta perversión que me asalta al pensar en las mujeres que se asombran de mi comportamiento, no en otras. Las otras no. Basta ya. Basta ya violentamente. Rehuiré o frenaré, apresuraré el ojo izquierdo mientras el derecho regresa a sus traiciones. No concederé a mis dedos sus ansias, no habrá masturbación en esta búsqueda de acontecimientos. Enaltecido o degradado por la pasión, cejo. Niebla matutina al borde del río. Temo que alguna lejana claridad venga a anunciarme con amenazas que he de renunciar a este desvarío y tomar de nuevo mi voz cotidiana, la débil luz del amanecer se refleja en mis ojos, lo noto. Habré sido, una vez más, descubierto, he mantenido un período de tiempo largo y obscuro esta imagen hasta que bruscamente se ha difuminado con la luz que me descubre y que destruye la impunidad, es decir, la luz de la razón acumulada y seguida venerablemente por todos me ha vencido, desmoronándome aquí, rehaciéndome allá, en su pequeño obturado mundo omniabarcante, ellos, cada año o instante más numerosos, infatigables, yo desguarnecido.



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