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jueves, 28 de febrero de 2008

Pensión Eleusis.




PENSIÓN ELEUSIS




El aislamiento confirma el trágico fracaso de una vida, como prueba fundamental para algunos, como un desorden característico del peor orden, el orden al que somos sometidos por las múltiples influencias, la rara consecuencia -uno mismo abomina de su propio estado y uno mismo se refugia en ese argumento interior, aislado. Esto, o cosa parecida, pensaba camino de la pensión. El camino guardaba escaso parecido, realmente ninguno, con ese otro camino que imaginó los días anteriores a su resolución, sin tierra ni polvo, sin guijarros que golpear con el pie. Deserté sin pena, tampoco experimenté temores ni alegrías, acaso, como única emoción, la ausencia, la sensación de estar vivo probada por el movimiento y la determinación de cumplir el objetivo previsto. El hombre, visto por los numerosos viandantes, carecía de cualquier rasgo perturbador, contaba como uno más, tan normal e insignificante, lo cual podría, si es que tuviera decisión de ello, facilitarle alguna tarea destructora o el deseo de matar. Un cierto destello de nobleza fluía de sus ojos cuando alguna vez los enfrentaba al contrario, la rara consecuencia, y yo procuraba evitarlos más que por vergüenza, por desprecio. También la fatiga, que ensombrecía ya las cuencas. Esto, o cosa parecida, pensaba el hombre camino, que no era camino imaginado, de la pensión de la que le habían hablado, nunca recuerda quién, y sospecho que nadie lo hizo. Fue un tiempo intenso, no planeó la llegada de la noche. Dentro, como no podía ser de otra forma, flotaba una atmósfera domada de quietud, la frescura de una planta, una hiedra. Fuera, el aire sacudido por un demoledor aspecto asfáltico. No había respuestas en ninguno, ni su hallazgo me alertaba ya. Descerrajar interrogantes me provocó toda la fatiga y apenas una satisfacción, pero decidió entrar, entrar, como tuve acordado. Se abrió la puerta de la calle, yo estaba oculto tras una cortina, y al mismo tiempo que el hombre noble e insignificante, penetró una porción de ese aire espeso y ruidoso de fuera: ambos con una celeridad asombrosa, el individuo, sin embargo, permaneció tras cerrarse la puerta de nuevo, mientras que el escándalo del aire callejero se esfumó, no sin dejar el rastro áspero de una leve rozadura. La campanilla, cándida pendía del techo, sobre el vuelo de la puerta, no sirvió para nada, como tantas otras cosas. Entró y encontró despoblada la angostura de la recepción, la radio encendida y monocorde, un gato sobre el mostrador, el olor preñado de dulzuras desinfectantes que emanaba del suelo, recién fregado, la impresión sobrecogedora de la inutilidad de la precipitación y la conciencia de haber descubierto el carácter grotesco de su existencia justo en ese momento. Y no era así, sencillamente se manifestaba una vez más, y todas las necesarias de forma irremediable. Anoche tuve un sueño, un sueño inmoral, condicionado, qué segundos más miserables están goteando, mientras estoy plantado aquí, un sueño en el que ella, abatida, hundía sus dedos en una tierra agusanada, yo le decía, llévate un pedazo de comida a la boca, que ya ha pasado el sobresalto, y se le notan las manos temblar mientras se intenta el mordisqueo, anda, le dije yo, y le noté ese temblor, porque aún la sostenía el miedo, o estaba sentada sobre él, cuando le acercaba el vino, si hace dos años y medio que ha muerto, deja ya de ver a la gente que estaba allí ese día, de rodillas, con las manos en la frente, no, con la frente en las manos, veo algunos tirados en el suelo con las manos lejos de las frentes, pero da lo mismo, lo mismo es un recuerdo engañoso, como la mayoría de los recuerdos, que se van deformando sin cesar y no tienen ya nada que ver con lo que fue, y seguía la mirada ausente, los brazos de esas gentes extendidos, ensayando una imploración ridícula, sollozando, hunden su pecho hasta el paroxismo y tengo la sospecha de que lo hacen con la intención destructora de partírselo, pues, creedme, lo hacen de tal manera que parece que fueran a romperse todos, los de los miles de desgraciados que se acumularon allí, dos años y medio ya desde aquella muerte, y aún tiemblas, jodido recuerdo y mentiroso que te miente y te procura este mal insustituible, ¿sabes si alguno de esos pechos realmente se quebró? Tanto martirio para nada, y anda, llévate ya un pedazo de comida a la boca, que las ratas acechan y dentro de un momento querrán disputártelo, en cuanto las luciérnagas brillen sobre esta hierba sucia, y salgan todos los gusanos de aquel cadáver que se niega a podrecer con tanta obstinación, casi tanta como tu pertinacia enfermiza, que llevamos ya dos años y medio sin cobrarnos ni una sola presa del deseo, ni me ha servido la voraz sucesión de recuerdos que me convirtieron en un depravado, y me llevaron a asesinarlo, que el cielo comienza a blanquearse y pronto se llenará esto de vacas, y ya sabes cómo aborrezco las vacas… Supe que estaba desnuda, cuando desperté, mis sueños son tan cortos y ligeros que me trastornan todos, y quiero renunciar a ellos una vez y otra, pero en ese esfuerzo sobreviene una fatiga mortal que me derrumba, me vence. Que alguien acuda y me rescate. Y yo miraba a través de la cortina, de una arpillera tan gastada que dejaba ver sobre la estancia iluminada, y no al contrario. El gato, que había permanecido todo el tiempo asentado sólidamente sobre sus patas, me miró con una mezcla de desprecio y desinterés batidos. Supongo que lo adivinó. Siempre alimentándote de ti mismo, respirando una y otra vez el mismo aire ¡así es imposible una renovación! Lo sé, lo sé, sé que pensó tras la cortina, donde acechaba quién sabe hasta cuándo, sé que estoy pereciendo a cada instante. Me falta ya el aliento, qué sueño tan fatal… Dígame qué desea, señor, salí de improviso de entre aquellas sombras protectoras. El gato ya no estaba, suelen desaparecer con sigilo. No recuerdo, es curioso, el primer color de su primera presencia, y sí que ésta me remordió la poca conciencia que me queda. A qué grados de degradación llegué. El calendario diminuto bajo la generosa estampa de una mujer desnuda y abundante, una de tantas. Era de mil novecientos noventa, y ya no será la misma esa mujer. Estará gorda, o habrá muerto. Sí, eso mismo he pensado yo muchas veces, señor, que habrá engordado, o habrá muerto. Esas carnes, y esas formas, ya a los veinte años, dejan adivinar un futuro desorganizado, la angustia y la desesperación, el vacío, y hasta, si me apura, la bulimia. El pavor inextinguible. Eso fue, pues, la idea del calendario, lo que me permitió enfrentarme a él. ¿Nos importa eso en algo?, le pregunté. No, claro que no. Usted sabe lo que he venido a hacer, lo que deseo. Regresó el gato, y me pareció el mismo que antes se había desvanecido, pero no podría tener la certeza, de igual forma sigilosa, y con pasmosa facilidad se encaramó hasta la tarima, junto a su supuesto amo. No, no soy su dueño. Yo sólo lo alimento. Me relaja. Un reguero de estupor me recorrió la médula. Alzó el rabo, tieso como un mástil, mientras se restregaba por el brazo de Procusto. Porque usted es Procusto, ¿verdad? Mi nombre es Dámaso. Un instante después, frenado yo por no sabría definir qué instinto, no era vergüenza, bajé lo ojos, y al siguiente, se sucedían los instantes, vi al inquietante gato, no podría asegurar si el mismo, entregado al acostumbrado lingual aseo gatuno. Damastes, que en el ínterin había sacado y encendido un cigarro puro, poseía unos brazos enormes, fuertes y peludos, cuyas manos, igual de poderosas, semejaban sartenes. Los dedos, en consonancia, feroces como hurones. Me miró sin detestarme, de una forma indefinida, comprobando en cada pestañeo la calidad de mi fracaso, la andadura hasta aquí, casi saboreando el óxido ferruginoso que desprendía mi ser. He notado cómo me he ido empobreciendo de un tiempo a éste, intenté justificarme ya, precipitadamente, acaso me equivoco, y creí ilusionado que alguna vez tuve riquezas. En cualquier caso, poco va usted a robarme, un reloj, algunas monedas, las gafas pasadas de moda, lo que llevo puesto. Lo más probable es que su mayor beneficio sea espiritual, desarrollando sobre mí sus peculiares y uniformes sistemas para ajustarnos a todos a la misma diferencia, que es, al cabo, lo que sospecho yo que coincide con sus fines, lo que lo deja decididamente satisfecho. Usted es un hombre fundamental e imprescindible en este mundo de hoy, y yo lo reclamo para mí, por los motivos que sean, y que usted, seguramente, no reclama y hasta es posible que le aburran. ¿Hacen muchos intentos por abrumarlo a usted con sus penas anteriores? No, seguro que no, porque usted los frenará en seco. Es usted admirable. Yo, la verdad, mientras daba chupadas titánicas al puro, no cabía en mí, de asombro. Lo más probable, dije, descartando centímetro y medio de ceniza sobre un cenicero gigantesco sobre el mostrador, que contenía, además, parte del rabo del gato en esa ocasión. Los gatos nunca dejan el rabo inmóvil durante mucho tiempo. Entonces, artillando los ojos a causa del humo, fijó su vista en la foto con tema paisajístico que cubría la media pared de la derecha, en la cual, hasta ese momento, yo no había recaído. Casi todo el papel lo ocupaba un abeto gigantesco, tras el que se adivinaban unas montañas nevadas de insospechada belleza alpina. ¿Usted va de paso, no es cierto? Irremediablemente, siempre. Tengo la rabia de no haberme extraviado nunca, pareja, señor, con otra rabia, la de haberme extraviado cada vez. Se juntan y ofrecen un espectáculo lamentable. Pero eso me salva. Esta vez, será definitivamente. Es un consuelo. ¿Puedo fumar? No está permitido en esta casa, pero hágalo ahora, por favor, es temporada baja, no temo las iras administrativas de nadie. Estoy seguro de que, en ese momento, la muchacha del calendario me guiñó un ojo. Se lo hice saber al posadero, estupefacto. No me extraña, dijo, ya a otros les ha sucedido. Pero créame, nunca trasciende ese milagro. Una sonrisilla abortada quedó en sus labios gruesos y horribles. Yo no noté nada entre los dos, y anoté que el huésped extrajo un cigarrillo con dos dedos de un paquete mediado y se puso a fumar inmediatamente. Cualquiera diría que lo sacó ya encendido. Se desplazó a la izquierda, es decir, hacia el abeto. ¿Acuden más altos que bajos?, preguntó de perfil. Ese abeto es tremendo, es casi el reto de un leñador de los de antes, ¿no cree? Y derrotar esa hermosura, un trofeo del que presumir. ¿Qué sucede? (No sé cuál de los tres lanzó esa inquisitiva pregunta, el gato no, desde luego). El gato continuaba, incansable, su higiénico aseo. Avisan de las visitas. Pensamos los tres, y el recién llegado dijo, ¿El gato es su confidente?, y el posadero, en este caso Procusto, dijo, No diga usted sandeces, el gato decora y ahuyenta posibles roedores, y yo no dije nada, porque se ha de saber que yo tengo que permanecer en la más omnisciente de las sombras, acechando y retorciendo, pero sin abusar ni alardear, aplicando una compostura de sentido común, sin excesos, y siguiendo la escena con la mayor avidez. Este tipo sabe qué circunstancia gravita sobre él, incluso creo ya oír esos alaridos de dolor proferidos desde lo más hondo de su garganta, y creo contemplar sus estertores y los rictus más espantosos de su cara, y la última mirada que me dirigirá, proyectando ya a su alrededor, en esas postrimerías, ese silencio de avezado sacrificio cumplido, satisfecho, finiquitando la impresión de haber llegado al final del contrato pactado con la muerte, como hombre que fue, desde siempre, abocado a la desgracia, a las mayores desgracias. Es un virtuoso. Ni un suspiro. Damastes está lucubrándome, como si lo viera. A ver qué habitación me asigna. ¿Y si existiera la remota posibilidad de que encajara en el lecho? Él ya lo sabe, que no, que no es una posibilidad que deba cumplirse, dada la rara consecuencia, y sin duda sería tanto o más terrible que si no, como naturalmente ha de suceder. No cavila en eso cuando una risotada estruendosa disipó estos últimos pensamientos: la bocina de la radio, un transistor con todas las huellas de los tiempos, extrañamente muda hasta ese momento. El minino se detuvo en medio de su minucioso aseo, quedando petrificado por un espacio de tiempo inconmensurable. Alguna inhumana resistencia aleteó en esos instantes irrescatables ya, decididamente sin alterar nada. El posadero, no obstante, notó la inviolable fatiga en el rostro del transeúnte, la profundidad horizontal de las arrugas de la frente, el sudor ya sólido bajo las axilas, la redundante sincronía de la erosión. Cualquier desconocido propósito lo habría traído hasta aquí, acarreando sus desdichas, Pensión Eleusis, en temporada baja, el intervalo prolongado cada vez más, hasta la exasperación más exasperada. Sin ánimo de combatir nada, el humo del puro extendió su olor por toda la recepción, anulando el olor dulzón de los detergentes. Por mi cabeza pasa la ilusión última de que se habría detenido el tiempo, me dije: la ilusión última ya, tomado por el agotamiento de una vida que sólo siempre se había ido alimentando de fracasos incesantes, en cada empresa acometida, espiritual o material, el fracaso siempre, y no cualquier clase de fracasos, sino los mayores fracasos, los más devastadores e imposibles fracasos, porque imposibles fueron mis empresas. Le mostré toda mi sinceridad a Damastes, el posadero. Éste comenzó realmente a manipular un grueso libro y un bolígrafo con sus manazas, el puro adormecido en una comisura, humeando cansinamente, sus fieros ojillos lanzaban destellos furtivos de hito en hito, mientras se afanaba sobre el mostrador, y fui y le dije, Señor, yo no soy un incauto caminante, sé a lo que vengo, a lo que he venido aquí, lo he sabido todo el tiempo, ininterrumpidamente sabido todo el tiempo y durante todo el camino, así que no soy un incauto viajero que desconoce sus mañas, que ignora sus capacidades para solventar diferencias, que no ha estudiado sus habilidades para ajustarnos a todos a la única e insalvable diferencia, yo, señor… Le interrumpió de repente y bruscamente: Me alegra saber a qué circunstancia se va a enfrentar usted, firme aquí. Firmé. Firmó. He firmado. Ha firmado. Muy bien, he dicho, he descargado de ceniza el puro, y he guardado el librote, y lo he mirado al transeúnte. Alguien me habló, dice, de esta pensión, hace unos meses, o igual nadie me habló nunca de esta pensión hace unos meses, ni unos años, ni jamás, pero en definitiva tengo perfectas noticias de usted y de esta pensión, y son las mejores noticias de usted y de su establecimiento. Conozco su historia suficientemente, puede confiar en mí y en mi absoluto conocimiento de la suerte que he venido a buscar, convencido e incapaz ya de proseguir con el asunto de mi existencia, convertida, sin lugar a la menor sombra de duda, en un estrepitoso fracaso, cuyo remate espero que sea el éxito de usted, un éxito más, tengo el convencimiento, dijo, y apagó, es decir, aplastó el cigarrillo ya muy apurado en el cenicero, esta vez sin rabo, de que usted consigue cada vez, con cada caminante, el mayor de los éxitos, sin que por ello nada se le suba a la cabeza, experimentando cada vez la aventura como si fuera la primera y excitante vez, cada vez, cada vez, ¡un éxito!... Damastes, contrariado y oblicuo, le retiró el bolígrafo de la mano al caminante, donde seguía aferrado en su delirio verbal, y aseguró, Pasará usted aquí una noche estupenda. Ese es mi deseo. Lo sé, y tiene usted las sábanas limpias y sutilmente perfumadas, ni tiene que darse un baño… El cliente parecía no escuchar ya, sin embargo, observaba con mucho interés el rostro del posadero. Curiosamente, dije, no veo que mengüe el puro. Nadie ha de extrañarse de eso, dije yo, fue un regalo de los dioses esta singularidad en mis puros. Entonces me confirma que no es usted Dámaso, sino el auténtico Damastes, ¿es así? Si me disculpa, dije, si me disculpa, dijo, el posadero, Procusto, tenía que hacer los preparativos, engrasar las poleas, y se ausentó no sin antes ofrecer y tranquilizar, Puede esperar estos minutos sentado cómodamente ahí, junto a la hiedra, y no tema por el camaleón, es inofensivo, pese a su apariencia, regalo de uno de mis huéspedes extraordinarios. Mientras tomaba asiento, el posadero desapareció tragado por unas angostas escaleras, al final una mano sobre la barandilla, uno de cuyos ángulos me quedé observando largo rato, e instalando allí mis pensamientos, como eclipsado. El cliente se sentó en el sofá verdeoliva, con una extraña sensación en el cogote, lo que le hacía mirar incómodamente hacia un ángulo de la barandilla de la escalera por la que acababa de desaparecer Procusto, el cual pensó, Ese pobre hombre está perdido. La gente que me ha rodeado siempre desde niño ha estado condenada sólo a ser devorada por los rigores de la existencia, sin paliativos condenada, devorada luego, la gente que me ha rodeado siempre desde niño, ya sean familiares o vecinos o conocidos, condenada a ser devorada, desamparada siempre ante esas fauces implacables de la existencia que precisan nutrirse sin descanso de las mayores e innumerables desgracias que provocan, en definitiva es seguro que todas las gentes, me hayan rodeado a no, son sus víctimas de forma irremediable. Parece imposible librarse, prosiguió con sus pensamientos, en igual ridícula postura, acuciado por la lengua del camaleón, hierático de todos modos, él en escorzo con una hoja de hiedra sobre la cabeza, burlar zarpazos y dentelladas que tratan de reducirlo a uno a la nada, cualquier cosa, lo más mínimo, puede reducirlo a uno a la nada, mantenerlo forzadamente así, destruyéndolo en silencio, pensó al fin, en esa situación sofá-hiedra-camaleón constriñéndolo en esa espera. ¿Qué deseáis? ¡Hablad! No quiero saber nada. Ya está todo dispuesto, al detalle, para que todo el proceso se cumpla con la perfección acostumbrada, para que el sufrimiento y el dolor sean los adecuados, es decir, los máximos, el máximo sufrimiento y el máximo dolor gradual y exhaustivo, un intento de obra de arte, ha de saber, que no hay que menospreciar mi arte, que lo transcribo e interpreto por entero, que lo vivo y lo canto y, como usted irá observando, lo derrocho, en abundancia, y no hago como otros artistas, los escultores, ese Fidias por ejemplo o el tal Praxíteles, con sus áticas creaciones que no hacen más que fijar y embalsamar sus obras, yo, señor, créame, rindo tributo a la belleza, y créame también que quien la contempla exclama ante la hermosura, y la disfruta, siente ese poderoso influjo de lo bello en sus carnes, en sus huesos, en sus tendones, en cada fibra, señor, mi obra nace y crece hasta cumplir con el estallido de sensibilidad de los hombres que la viven, voluptuosamente, como un fluido de fulgurante luz que todo lo baña, y lo penetra, hasta el éxtasis. Conforme, balbucí. Balbuceé. Acerté a balbucear, conforme. Como usted no desconocerá, prosiguió Damastes, mi humilde pensión dispone únicamente de dos habitaciones, muy limpias, eso sí, contiguas, una de cuyas paredes las intercomunica a través de una puerta discretamente camuflada, ello me facilita en mucho el trabajo, ha de comprender, cuando está completa, a veces ocurre, y he de correr de un sitio a otro para atender a mis clientes y satisfacerlos, cuando está completa, generalmente por un hombre alto que ha elegido el lecho corto, y por otro más bajo que ha elegido el lecho largo, como será, supongo, el caso de usted, que no es precisamente un coloso. No, señor, ignoro qué me impidió crecer más. La mala o escasa alimentación, podría ser, qué importancia tiene eso ahora. Hubo un silencio de interior de caracola. El huésped aprovechó para pensar en la forma en que iba a ser despachado, y dijo, Comprenderá que no llevo dinero. ¡Jamás se cobró nada a nadie en esta casa, señor! ¿Dormiré antes lo suficiente? En medio de la incipiente indignación, aminorada ya, Eso dependerá de su capacidad para conciliar, señor, desde luego, ya más suave y adulador, dispondrá de al menos dos horas y media tras la entrega de la llave de la habitación, y en ese tiempo usted podrá realizar aquellas tareas mentales o no, intelectuales o no que crea oportunas o convenientes para prepararse o concentrarse en su sesión, sepa ya de antemano que será larga, que no comerá y sólo si lo suplica con la debida atención y respeto al proceso creativo, señor, podrá beber algo, agua, o aguardiente, no hay más, los zumos están contraindicados, velo por el bienestar del paciente y por su deleite sensorial, créame, lo mejor es no tomar ni beber nada, por su bien, y por su bien le vendrá bien pensar y reflexionar sobre la mentira y el fingimiento, únicas, creo yo, formas de relacionarse entre los seres humanos, siempre y sólo la mentira y el fingimiento, lo demás, si se analiza bien, un desperdicio, fingido e insincero al cabo, como acabo de demostrar, piense en ello y reflexione en la inutilidad de todo, en lo baldío de los millones de esfuerzos realizados a lo largo de su vida, de cualquier vida, esfuerzos siempre del todo fracasados e inútiles, esfuerzos que no le condujeron a nada salvo la decepción, o en todo caso en esta dirección, hasta aquí, donde solvento las mayores diferencias, donde usted encontró la rara consecuencia, cómo diablos habrá sabido eso, hasta este cuarto en donde tendrá la máxima conciencia de esa inutilidad, la máxima conciencia de lo baldío de esos esfuerzos, como demostraré, y en realidad sin convicción demostraré, pero usted percibirá, señor, y sepa, terminantemente prohibido escribir nada, ni una coma, sepa que los escritores, creyéndose artistas o dios sabe qué cosas creyéndose, no son más que la mayor plaga que puebla la faz de la tierra, y que todos habrían de sufrir la ceguera de Tiresias, la amputación de las manos y hasta la ablación de la lengua. Entendido, ni una coma sobre el papel. Aquí tiene usted la llave, suba, y descanse en sus reflexiones. El gato volvió a licuarse, y por el mismo ángulo de las escaleras, lo vio perderse el posadero, cuya vista quedó fija en el ángulo contrario, qué curiosidad, e instaló allí, al igual que el cliente, sus pensamientos, al igual que el cliente, casi idénticos pensamientos. Yo, ajeno a ello, me adentré en un pasillo desnudo y atravesado por una fresca corriente de aire que provenía de una ventana en su extremo, poco antes del cual una puerta con un dos arábigo me esperaba entreabierta. El dos de la llave, la entrega de la llave sólo fue simbólica, desaparecí dentro, no fue austeridad lo que encontró, sino espléndido destartalamiento, derrota de los ímpetus, un tragaluz cenital, con su vidrio, la cama, larga y estrecha, un sillón desvencijado, el baúl a los pies, enorme, no para transportar de puerto en puerto, en esos viajes inimaginables, no, más propio para contener, inmóvil, anquilosado por su aspecto ciclópeo, terrorífico el baúl, como un féretro triple, un telón las cortinas, como una cascada sucia en tres de las cuatro paredes, una silla coja, la alfombra tiñosa ¡cualquiera diría que soy un menesteroso! Lo diría y acertaría, y en cualquier caso se equivocaría, estaría cualquiera equivocándose, al menos equivocándose en cuanto a la naturaleza de mi verdadera menesterosidad. Todo parecía ya descoyuntado. Cerré la puerta, me arrojé sobre la cama, duro el lecho. Al principio fue un placer febril el que me acogió, provocándome una extraña erección infantil, bocarriba, miraba ya fijamente la luz del techo, natural, que se derramaba sobre mí tristemente, poblada de partículas, alguna nube la hacía perder intensidad, o era ya la tarde, creyendo, de pronto, percibir intervalos de estremecedora obscuridad, cerré los ojos, cerró los ojos el huésped, y trató de pensar en las mentiras y los fingimientos, enumerarlos, los más tumultuosos a lo largo de su vida, necesarios algunos, y puedo decir que se durmió. Despertó ya sucumbiendo a la rara consecuencia, toda una serie de arreos dominando su cuerpo desnudo, el gato inmovilizado sobre el sillón ronroneaba satisfecho, Procusto giraba imperceptiblemente una manivela con uno o dos de sus gruesos y poderosos dedos, concentrando su mirada aterradora en mis desorbitados, por momentos, ojos, Procusto, de pie sobre los pies de la cama, ordenando correajes, trabando hilos, concertando su alegato en contra de la diferencia, contrario al elogio de la diferencia, una vuelta más, y ya oí el primer crujir de mis coyunturas descoyuntándose, pensé en el baúl, pensado más bien para contener, almacenar, una vuelta más, comienza el desmembramiento, esconder quizá mi fláccido cuerpo mientras llega la hora de la amanecida, la hora de desaparecer del mundo, desnudo, desbaratado, mi fláccido cuerpo sin oponer resistencia realmente ninguna resistencia por fin resistencia ninguna, aproximarlo al filo de un precipicio y desde allí despeñarlo hasta los fondos insondables en donde una buena cantidad de diversas alimañas y carroñeros se disputarán mi carne aún caliente, aprovecharán vísceras y tendones, huesos y piel, y antes de que los rayos cobrizos del primer sol despunten ni el menor rastro quedará de mí, acaso una nube de insectos atraídos por el hedor, como indicaban los folletos publicitarios que, en mi agónico desvarío, soñaba, siempre encontramos de esos folletos publicitarios hoy, nos inundan, pero mientras, mi salvador se afanaba con destreza soberbia sobre mí, hacía toda clase de maniobras y manipulaciones orientadas a conseguir los mayores dolores y los mayores sufrimientos para mí, para mi satisfacción, y por consiguiente los mayores placeres y los mayores goces para él, su único tributo. Me espetaba, Conseguir ofrecer la rara consecuencia tiene significados no del todo coherentes, más bien significados disparatados, y sin embargo, señor, sufra usted bien, se aproxima uno a una serie de verdades frágiles que lo desatan a uno emocionalmente. Qué estridencias, esas poleas mal engrasadas, desgarraban mis oídos, él arreciaba apenas sin esfuerzo, el puro a la misma medida aún, una perenne expresión sañuda en sus labios, yo acudía a los primeros espasmos para contenerme de gritar, la luz, ahora me pareció incandescente, en medio de conatos de mareos lo que parecían estertores, aflojaba, podría medir medio metro más, los tendones al límite, los tobillos, las rodillas, las ingles, el cuello iban cediendo ante esa atrocidad física, recrudecía, me sentí desfallecer, incrementaba el dolor con el dedo índice, lo reducía con el pulgar, una pantalla de cosas ciertas e inciertas en la pared, contemplaba a Damastes incansable, cauto e incauto me observaba con precisión, brotaron algunos bultos en mis piernas, se acercó a mi cabeza y me concedió su mano enorme sobre la frente, sudaba yo como un condenado, Permanecerá así un buen rato, señor, quiero que sobreviva en este preciso dolor hasta que comprenda, y no tardará en comprender, que este dolor no más que ínfimo dolor para el mundo, un sufrimiento desechable, usted no es merecedor más que de su propio dolor y sufrimiento, que nadie vendrá a aliviar, que nadie se arriesgaría a aliviar. Dicho esto, el posadero salió por la puerta que comunicaba con la habitación uno. La tapa del baúl, ya estaba abierta, y yo adivinaba su horrenda obscuridad vacía.




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