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miércoles, 6 de febrero de 2008

La piedra del muro.



LA PIEDRA DEL MURO

No estaremos allí esta mañana, que se arrancó del tiempo fría y nos escupe toda su aspereza. No sé por qué, como tampoco sé qué hacemos aquí, donde no hay nada que nos sujete, y en donde estamos porque en alguna parte hay que estar, si estamos vivos. Muertos ya no estamos en ninguna parte, pese a todas las creencias contrarias, no estamos, ni somos, ni fuimos ya. No vamos a desplazarnos allí, así porque sí, sin ningún objetivo, no habiendo, como nadie hay, nadie que nos obligue, ni orden que cumplir, ni deseo conocido o desconocido que nos mueva. No estamos bien aquí, pero allí, en cualquier allí, no vamos a estar mejor, acaso ni peor, ni nada en el trayecto modificará este estado nuestro, al menos nuestro estado interior. El frío puede encontrar una víctima más a la que herir, hacernos caer en la hipotermia hasta desfallecer, vencernos sobre cualquier barrizal, y qué. Nada cambiaría, de todos modos. El frío puede matarnos, pero vamos bien abrigados, el cuerpo se siente protegido, sin duda. En este sitio y en estas condiciones nuestras el frío no nos matará. Puede matarnos, pero no nos dejaremos, por pura inercia. Lo combatimos, casi de forma imperceptible, como por una costumbre, instintivamente. Ahora no es, desde luego, tiempo de calor. El calor puede matar de igual forma. Por descuido. Pero ahora no es tiempo de calor, y estamos sanos y bien nutridos. El cuerpo resiste bien las inclemencias climatológicas, los extremos, y se cuida voluntarioso. Es el envoltorio que pretende protegernos con delicada codicia, no sé bien por qué. Pensamos en el placer. También en el dolor. En la belleza, en la fealdad, y en todas las fatigas y gustos que soporta. El cuerpo es el beneficiario. El alma, no sé, quizá las alienta. Depende del alma que haga mover a ese cuerpo. El nuestro es bien complicado. Cabe la posibilidad de estar loco o confundido y desconocerlo. No sé si es cosa enfermiza no querer moverse de aquí hacia allí, para nada. Hay quien se mueve, quien no deja de moverse ininterrumpidamente, y no alcanzamos a saber por qué, si es placer dolor necesidad búsqueda azogue inquietud esperanza, de qué. Y el cuerpo no se moverá un ápice si no lo ordena el cerebro. El cuerpo se cuida, es blanco de enfermedades, sin embargo, y las rechazamos, procuramos rechazarlas. Se encargan de ello las autoridades sanitarias y uno mismo. Como si acontece un simple picor, y la mano cargada de dedos acude a anularlo, con suaves caricias, con restregones violentos, no todos nos rascamos igual, creo saber. Ni nos rascamos igual en todos los momentos, aun siendo la virulencia del picor similar, la rascadura es diferente. Influyen muchas cosas, nos suponemos. Conocemos a quien se rasca la espalda contra la esquina de una pared o el quicio de una puerta. Es una estampa que evoca al pasado prehistórico, animal, muy caprino. Las cabras se rascan contra los troncos de los árboles y las paredes filudas del aprisco. Y una contra otra, lo hemos visto. Pues un pequeño picor no deja de ser una enfermedad diminuta, y la remediamos enseguida. Así estamos empeñados en remediar otras enfermedades más conspicuas, algunas muy de moda, otras en decadencia ya, incluso vencidas, todas muy desagradables. La salud siempre da alegría, ofrece un lustre que los demás aprecian y envidian. Nadie en su sano juicio ansía la enfermedad. Ni siquiera las enfermedades mentales, tan cargadas de misticismo, son ansiadas. Y eso que algunas nos libran de males mayores. Nosotros no sabemos si estamos enfermos, creemos que no nos pica nada. A lo mejor nos asiste algún mal, y lo desconocemos. No nos vamos a poner ahora a averiguarlo. Sabemos una cosa, a propósito de todo esto: la inercia es un resbaladero por el que nos deslizamos sin más reflexión. Es un movimiento en descenso siempre al que oponemos poca resistencia. Nos toman por locos a los que clavamos las uñas en ocasiones vertiginosas o cuando se nos mueve en tropel. Nosotros preferimos la quietud y el silencio. Son únicamente pensamientos, para no afligirnos, sin más. Hay cosas a las que, estando vivos, no podemos renunciar. Muy débiles tendríamos que estar, que estamos. Aún no ateridos. Fatigados por el esfuerzo mayúsculo de tantos años de vida que no fue vida, es decir, vida sin asunción, por el resbaladero. Veo desde aquí a unos obreros que se afanan en la elevación de un muro de piedra, enorme, que sujetará un talud. Seguramente no querrían estar ahí. Son ventrudos y ríen, miran a las mujeres que pasan por la acera con descaro, comentarán obscenamente sus apetencias, y mientras, levantan el muro, piedra a piedra. No notan el resbaladero. Están inmersos en él, o forman parte de él, como cada piedra formará ya parte del muro, ese todo abrumador y resistente, sólida pieza inquebrantable e incuestionable que ejerce su labor ciclópea, rotunda.

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