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jueves, 7 de febrero de 2008

Lo que fue, o una parte.


Lo que fue, o una parte (relato escasamente erótico)


Todas las mujeres, dijo él, en vuestros diferentes momentos de la vida, tenéis un atractivo invencible, ciertamente turbador. Y siguió acariciándole los antebrazos con inexhausta tenacidad.
Todos los hombres, dijo ella, en vuestros diferentes momentos de la vida, tenéis un único e invencible objetivo: follarnos de una u otra manera. Y siguió ondeando el aliento de él entre sus dedos.
Cada tarde, cuando el sol del otoño palidecía tras los pinares, acudían a una cita tácita, casi siempre en el mismo banco, el más apartado de la indiscreción. Él solía llegar un poco antes, acicalado y atusado el leve bigotillo, envuelto en humo de cigarrillo negro, erguido y satisfecho. Se le ablandaba la mirada nada más verla aparecer, tras unos setos polvorientos, con las pantorrillas carnosas pero desenvueltas, bien depiladas. Su andar acompasado le desbordada los deseos en un instante, de tal forma que sentía una punzada de placer, como una chispa, en lo más recóndito de su sexo. Se acercaba y, titubeante, tomaba asiento al ladito de él. Como flotando, entonces, permanecía un perfume de agradecida temulencia sexual, no adivinado, sino desmaterializado. Se miraron con una avidez a destiempo. Mientras fue el tiempo de ella, él, de una chupada, extrajo todo el posible placer insano del cigarro mortecino que sostenía entre sus dedos temblorosos. Mientras fue el tiempo de él, ella, recatadamente, gozó del conspicuo momento en que se instala el anhelo entre las piernas.
Pasaban así minutos eviternos, minutos teñidos de sexualidad compartida, que iban acumulando fuego, deseo, olfato, destino, imágenes, gustos provenientes del recuerdo de aquellos polvos largos, lentos, interminables de pequeñas sacudidas, en que era más el amor que el apetito físico el que los desenvolvía. Lentamente su coño empezaba a segregar esos jugos consistentes y majestuosos que tanto ansiaban los labios y la lengua de él. Hozar. Olían a animal en celo y a retazos de abandono irreal. ¡Cómo deificaba él esos momentos, sintiendo relámpagos de placer culebreando todo su cuerpo, electrizando las venas, las articulaciones, los huesos y las ternillas, haciendo hervir algo inimaginado en el interior del escroto, cargándolo de vitalidad!
Su coño, impensablemente limpio, carnoso, reluciente. Su polla, endurecida hasta el priapismo disoluto, derramando ya ese liquidillo suave y dulce que a ella tanto gustaba paladear. Huyendo de los estragos de la realidad en aquel cuarto angosto, siempre en penumbra -en el que se conocieron y al que acudieron en incontables ocasiones a lo largo de sus vidas -provisto de una austeridad impropia. Pero, ¿qué más necesitaban ellos que no fuera el uno el cuerpo del otro, de sus besos y de sus caricias? Aquella cama cargada de feromonas, ferruginosa, muda por momentos, por momentos hilarante, donde él recogía la tibieza justa de su cuerpo, acoplado en forma de cuenco al de ella, para sentir en toda su extensión cada milímetro de su piel posible, en su pecho, en sus brazos, en sus muslos, en sus labios pegados al cogote bien perfumado, en su polla semidormida a veces entre la hendidura de sus nalgas, mientras ella ronroneaba la porción de felicidad que le iba sobrando a cada minuto...
De pronto, casi obscurecido ya, él quedó petrificado ante la trémula mano de ella hurgando en su bragueta. Le miró entonces la voluptuosa y abisal boca entreabierta, artillando la mirada. Boca cuyos labios, en otros tiempos, abrazaban la piel de él con humectante calentura, ahora desdentada y reseca. Decrépitos ya los montes y los valles ajados, desvaídas sus decoraciones, pálido reflejo de lo que fueron un día. Trató, torpemente, de abrirla y remover sus labios con la lengua, dando mordisquitos postizos en ellos, apurado, saliveante, encelado como un zagal, palpando malamente el hurtado esplendor ante la inminencia del orgasmo, la polla sin hacer frente a sus responsabilidades de antaño, regurgitando un escuálido esperma, sin embargo. Ella, la amada, obsecuente y serena, discreta, olvidando los días largos, vacíos, sin futuro, de la Residencia, se afanaba en la decrepitud de él como una novia.
En esto llegó la monja, de inmaculado blanco por fuera, envilecida y sucia por dentro, y les espetó, Vamos, chicos, es la hora de cenar, rezar y acostarse, con una voz áspera y estridente a un tiempo, sabedora por espía de cuanto había sucedido, para seguir informando, la muy bruja, a la Madre Superiora de las batallitas de los amantes eternos del banco del rincón apartado del jardín.

Se acabó.

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