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domingo, 10 de febrero de 2008

Permanecer.

PERMANECER

En una alfombra de agua
bordo mis días,
mis dioses y mis males.
En una alfombra de hierba
bordo mis penas de rojo,
mis mañanas de azul,
mis aldeas de amarillo y mis panes de miel.
En una alfombra de tierra
bordo mi fugacidad.

Thomas Bernhard.



Tiene el rostro, bellísimo, hundido sobre la almohada, piensa, y con una firmeza implacable, aparece un nuevo día, y ella está viva, nota cómo le atormenta el pálpito de su corazón. Palpita y no sé bien por qué, dice, una y otra vez el corazón, dice, constatando que la vida sigue en mí, aunque sé que es para poco o para nada quizá, dice, me dice a mí todas las veces, que sé, yo, que aunque me habla a solas y sólo en su cabeza, la oigo siempre, porque yo a mi vez sé que su propio corazón palpita en mí a la vez que en ella palpita, de forma ininterrumpida desde que la conocí, allá en una tarde de suaves sonrisas, o sonrisas únicas, si no exclusivas en ese momento, yo no sonrío casi nunca ni ella tampoco sonríe casi nunca, yo no río jamás así como ella no ríe jamás tampoco, sólo, acaso, unas sonrisas, como digo, suaves, apenas esbozadas, tenuemente anunciadas en el perfil sereno de los labios, digo, y ella estaría de acuerdo en eso mismo que digo, y en los ojos, los suyos y los míos, que confirman un brillo extraordinario, combustión unívoca que permanece y no permanece y que, en todo caso, permanece si estoy con ella y deja de permanecer, brutalmente, si no estoy con ella, tanto así en mis ojos como en los suyos, tanto así la sonrisa permanece y no permanece, unívoca, anunciada tanto en sus labios como en los míos, permanece si estoy con ella, de cualquier forma que esté, y deja de permanecer, de igual forma brutal, si no estoy con ella, y ella confirmaría esto que pienso ahora sobre la voluntad de nuestras sonrisas, expresada, siempre levemente, en la serenidad perpetua de nuestros labios y en el brillo extraordinario de nuestros ojos, y como digo, en todos los casos, y de la misma naturaleza, si así permanecen juntos, y nunca, y ella estaría de acuerdo absolutamente, si no permanecemos juntos. Y casi cada día, desde el día en que nos conocimos, permanecemos juntos, desde el día en que la conocí y me conoció ella ese día, y ella, además, de forma fulgurante, me reconoció, y vuelve ella a decirme, no buscaba nada, créeme, y yo la creo, nada, me dice, una y otra vez, lo sabes, y yo lo sé, por mi tristeza iba vagando y te encontré y te supe al instante, me dice, y te conocí más allá del propio conocimiento, es decir, me dice, te reconocí al instante y supe que podías salvarme sólo tú, y en cualquier caso, siempre y sólo tú, de las nadas que, me dice, de la forma más aterradora, me rodeaban siempre puntualmente al amanecer, atenazándome con sus manos hasta estrangularme casi, y sólo el sueño, me dice, crecido del cansancio más aplastante, me libraba y me libra, cada vez menos, de esa presión desmesurada y agónica, me acaba diciendo casi en un hilo de voz, y yo, que la contemplo, como nadie jamás la ha contemplado, procuro egresarle una sonrisa, para oxigenarla, para contrarrestar esa adversidad suya que la tiene presa, y es que te miro y veo en ti, le digo, la angustia, una angustia, repite determinando ella, y sigo, la angustia te conoce ya el rostro, tu angustia, de tanto rondarte, y tú le has puesto nombre ya, y habláis, y la angustia habla con amenazas y tú haces esfuerzos por arrojarla fuera, y te precipitas sobre la ventana para que el aire se la lleve, le digo, y no, es sólida, como la desesperanza, y no queda engullida del todo nunca por el vacío, y regresa porque es más fuerte que tú, es poderosa y va amarrada a ti, y entonces, pienso, tú me miras con los mismos ojos con que miraría un náufrago, para qué reconocerlo, dice, para qué dolerse, para qué enfrentarse cuando llega ese instante permanente y temido de la angustia, a ella, cada amanecer, dice, si invariablemente me acaba venciendo y arrojando, además, sus semillas para que, con una rapidez vertiginosa, crezcan sobre mí sus vástagos ya en todos los instantes que acumula el día, dices, sigues, hasta que no recalo en el reposo de tus ojos, hasta ese instante, tan diferente y pacificador, contrario absolutamente a todos los instantes que antes o después, me dices, me derriban y me arrastran, no alcanzo el sosiego que me libra y ofrece esos grumos de esperanza que son únicamente mi medicina. Y cesa de pronto su voz que me habla, y que me dice lo que me dice, sin decírmelo, pero yo la sé, en su cataclismo la sé cada día plagado de instantes, porque permanecemos, plagados de instantes, tornados y cada vez exactamente iguales, excepto cuando permanecemos juntos, que aminora y alguna vez desaparece el cataclismo, para, pienso, una vez separados, volver a dar fe del nuevo fracaso, y ella, y yo mismo, una vez separados, porque, inevitablemente existe y tiene que haber una separación impulsada por la adversidad, y al mismo tiempo por una necesidad que nos libre del apasionamiento destructivo al cabo, digo, constatar una nueva comprobación del fracaso de no permanecer juntos, pienso, y ella escucha ese pensamiento mío como si fuera voz que merodea en su cerebro, una y otra vez, todas las veces, y de nuevo acordaría conmigo en convenir que así mismo es como ella lo pensaría, si hubiese tenido que escoger ese pensamiento que ahora ocupaba mi mente. Y el brillo extraordinario se apaga, y apenas queda un rescoldo que la razón, cualquier razón, y no una razón cualquiera, tratará de aplastar con ensañamiento, o acaso como queriendo iniciar la exploración de otro fracaso, el mismo y diferente a la vez, fracaso, que acabe aniquilándolo todo sin ninguna clase de indulgencia, si no permanecemos juntos ininterrumpidamente, como a veces ocurre, ya digo, por causa adversa o causa necesaria, que no podría saber bien qué, ni esclarecer, como ella tampoco, el motivo adverso o el necesario motivo que nos conduce, como a veces ocurre, a no permanecer juntos. Así llegan las tormentas, asomando por el borde más impreciso del horizonte, le digo, y yo las sospecho por el inquietante silencio que las antecede y que destruye el sonido, o por el inquietante sonido que las antecede con un golpe que destruye el silencio, en cualquier caso sólo y siempre poco antes del verdadero estruendo que prende luego todo y lo azota, sin piedad, arrasador y devastador, hasta que de puro cansancio o deseo se desvanece ella y acude y ocupa su lugar una calma que ha de nutrirse de nuevo hablando de los deshilachados hilos de la vida, acabo. Y acaso acaece estar callados, me miras y me dices, que es también inútil hablar de lo que no sirve hablar, completamente inútil, y si no, dice, mira a ésos, a los demás, intentando lo que nunca debieron intentar, y yo los miro, y sé que se refiere a los demás, a todos los demás que de ninguna manera somos ella y yo, permanecidos ahora, y de nuevo, como sé que ella antes, estoy en todo de acuerdo con ella, una y otra vez. La miro sin mirar, porque ella, de igual modo, me mira sin mirar, que si no hay qué hacer, le digo, entonces, nada hay que hacer para escapar de esa inutilidad prevista ya de antemano y para siempre, en este mundo o vida en donde reina, en cualquier caso y siempre, y de manera tanto atroz como continua, la pesadumbre y el dolor, desde el primer momento hasta el último, una sucesión ininterrumpida de pesadumbres y dolores por los que arrastrarnos y destruirnos y aniquilarnos, ya sea físicamente, ya sea espiritualmente, sin remedio ni solución, le digo, y ella calla y yo sé, porque la sé además, que de nuevo, como yo antes, coincide conmigo en esos pensamientos, y dice, acaso con su mirada, que no es posible, claro, aprestarse a esos intentos inútiles para enfrentarse a esos espantos que indiscutiblemente nos debilitan sin freno, y carcomen el carácter más robusto hasta desmenuzarlo y convertirlo en polvo ya, dice. Hay, sin embargo, que contentarse con esta vida, o apariencia de vida, en donde todas las vilezas humanas sobrevienen incesantemente, cualquiera aprovecha la ocasión para hundirse en la bajeza más abyecta creyendo provocar un beneficio surgido de la infamia para sí, y se revuelca en esa mugre con toda intención, para, creen ellos, quedar inmunes, inmunizarse, y posiblemente lo consigan, no digo yo que no, le digo, y ella sabe de ello, de esos fracasos lancinantes que nos desgarran por los dos extremos hasta que nos rompen, confiesa, y lo sé, dice, porque yo misma, cuando me han faltado las fuerzas, he acudido a esos páramos de mezquindad, y me he hundido en ellos, dice, y yo, como yo, le digo, cuando me ha sido imposible del todo sortear la abyección, y, sigue ella, he previsto rehacerme luego inventando una ilusión que me alcance como alcanza un rayo, una ilusión cualquiera, una mentira o proyecto imposible cualquiera, como amar, por ejemplo, y amando, dice, y sabe, me dice, uno se hace más desgraciado y sin cesar desgraciado, continuamente desgraciado en tanto continuamente está amando, desgraciado mientras permanece amando y no por ello dichoso si no permanece amando, o deja de amar continuamente, pero sin duda desgraciado amando, siempre, dice, y en todas las ocasiones, y quien no convenga igual, o bien miente o bien desconoce qué es amar y estar continuamente y permanentemente amando, cosa que, en todos los casos, necesita de los mayores esfuerzos de la pasión para llevarla a cabo, y cosa que, si uno no cesa en algún momento, puede, estoy segura de ello, dice, convencida, absolutamente convencida, sin un átomo de duda, aniquilarnos para siempre, destruirnos toda capacidad ya no sólo para amar, sino para cualquiera otra cosa, por insignificante que ello pueda, y parece, parecer, acaba. Y luego, dice, cuando ya amar resulta inútil, porque el esfuerzo, que es un esfuerzo brutal, es baldío ya, y uno no le encuentra razón a amar, porque ya ha desaparecido, de la forma que sea, el objeto amado, queda exánime, y entonces el debilitamiento es horrible, y nos desmoronamos sin cesar, o nos precipitamos por la rampa siempre muy inclinada de la locura, cuyo ya sólo imaginario rodar vertiginoso nos estremece o nos sume en la mayor de las agitaciones en el menor de los plazos, y en la más rápida y grande sucesión de elementos perniciosos, dice. Se hace un silencio, el mejor de los silencios, y tiene, ella, ahora, en ese silencio que es sin duda el mejor de los silencios, la mirada perdida en el techo de la habitación, sin un solo movimiento en el que adivinar o rastrear cuáles son, justo en este instante, sus pensamientos, y es lógico, pienso, y no digo, que yo a su lado del mismo modo permanezco en similar postura, absorbiendo parte del calor tibio que desprende, compartiendo ese vacío áspero, mudo en su apariencia monstruosa, pero, supongo que ella asentiría, tolerable, el único tolerable, y es, únicamente porque permanecemos, yo junto a ella, ella junto a mí, indistintamente, apenas respirando ya.








Almuñécar, 10 de junio de 2003



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