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viernes, 29 de febrero de 2008

Carta de una sirena de veinte años a un desconocido.



Un fondo marino te rodeaba.
Una concha de nácar intacta bajo tu pie, te ofrece
a ti como la última gota de una espuma marina.
Casi..., casi me amabas.

V. Aleixandre.




Querido mío:


Frente a mí, en el metro, una mujer. Desde las manos, un punto regordetas, si bien cuidadas, de sonrosado casi como esculpido, sin esas motas pardas que son lluvia de arcilla con la edad y el tiempo, no parece mayor en exceso. Pero es el rostro, que se yergue desde un conjunto de falda corta -durante todo el trayecto compartido demasiado corta- y chaqueta -una flor de metal plateado en la solapa- una piel de pergamino, un gesto de contornos desdibujados. También el aplicado pudor de un pañuelo al cuello que escabulle la flacidez de la garganta. Pero frente a esa extraña indefinición de calendarios, llama más mi atención la máscara patética del maquillaje, como si quisiera negarse envejecida, como si a nosotros, espectadores de su paso, quisiera negarnos la edad de ese rostro bajo carmines, coloretes, manchas de color excesivas... Cae como una hiedra sobre mí una sombra, se me encapota el pensamiento; me busco en el cristal -a obscuras espejo- y me llamo, me exijo con ávido desasosiego la imagen de mi careta deslucida por la vejez. Me invento la tristeza de, tras ese rostro, saber que he sido así, como ahora, tal vez recordar en este instante. También me da miedo saberme envejecer.
El tiempo devasta, torna áspero todo lo que lame, erosiona con rabia. Cumple con la implacable devastación de los sueños trenzados de noche, y al final huye, dejando a obscuras la habitación, el suelo sembrado todo de cadáveres. Es la norma que se va alcanzando con cada suceder de traiciones y fracasos. ¡Qué poco debo saber aún de esto! Y tú, ¿de dónde sales, escuchando aún a las sirenas hipnóticas del sueño, espiando interiores de una pequeña despensa de veinte años? ¿No deberías estar demolido, no deberías torcer el gesto y escapar con las manos sujetando la cabeza a colocar el emplasto de maquillaje un poco más digno que el de ese otro rostro?
Te tengo, puntual ahora, y en un día hemos de cumplir con el áncora, bogar, tentar la pesca, a riesgo de quedar enredados en el garlito. En este instante, ahora, somos todas las posibilidades. Luego empezarán a desvestirse unas a otras, a derrumabrse. Trato de ejecutarme en ejercicios de realidad. Es difícil, sobre todo en este ahora. Aún puedes escaparte embozado en la cobardía o el miedo. No reprenderé tu mirar huidizo. Acaso después haya que pedir razones. Pero aún... Otorgarte el abrazo, tan largamente modulado. Visitar la estancia silenciosa de tus ojos. Esta esquifa debe pertenecerte ya para siempre.
Aún no sabes que he empleado varias noches en cambiar todas las historias que he de contarte. Una es la de Odiseo. Tienes que saber que a partir del canto XII Homero envenenó su Odisea de mentiras. Sin duda se trata de bellas mentiras, pero las mentiras no son sino pecios, restos de alguna verdad hundida. Porque has de saber, querido mío, que el sagaz, aunque poco prudente, Ulises oyó a las sirenas. Y no sólo las oyó, sino que se dejó complacer y sucumbir por la sinuosidad de aquel canto que además de conocimientos sin límite prometía quién sabe qué otros e ilimitados placeres. Bueno, no he de decir sirenas. Sirena. Era un marino osado aunque enamoradizo, así que se dejó cruzar por las hábiles maromas amorosas de aquel ser, mitad pez mitad hembra. Y no, no hubo milagro de la cera: también entera la tripulación enloqueció con aquellos cantos de inabarcable lascivia. Debieron arrojarse uno a uno para beber del piélago algún beso... Quedó finalmente solo el viejo Ulises, el mando de la nave abandonado. Moreno y curtido el pecho desnudo, las manos agrietadas, fija la mirada en aquellas aguas. Hasta cesar el canto y un golpe de mar. Ningún poeta antiguo supo a ciencia cierta de su suerte: el cuerpo ahogado no arribó jamás a ninguna isla. Y Penélope quedó para siempre sola, calceteando loca la inmensa mortaja de Laertes, sin recordar ya tampoco el motivo de tan larga espera.
Es lunes, lunae dies, el día de acero de la luna. Un día poco propicio para pedir. Pediré, en todo caso, basándome en lo que se me pida, como contrapeso del otro, de lo otro. Y en un principio, ahora, decidiré por mí, que me gusta hacerlo, que me gusta equivocarme yo sola, sin compartir remordimientos o consecuencias, que trataron de enseñarme eso. Y pretendo que tú, vida mía, hagas lo mismo. Mi amor, te lo repito como si quisiera desgastarme la boca, lo tendrás ya a plazo fijo. De repente, te beso a traición.

Tu sirena.





4 comentarios:

Mª Jesús Lamora dijo...

Entro aquí sin saber cómo he llegado.
Me ha gustado el relato.
A mí también me gusta observar.
Saludos.

Lena yau dijo...

"las mentiras no son sino pecios..."

Grandísima aseveración.

Llena de belleza.

El texto es fantástico.

Nos seguiremos leyendo.

Gracias por tus palabras en mi blog.

cariños desde Madrid

Mª Jesús Lamora dijo...

Aquí sigo, mirando tu blog.
Un abrazo.

Olga Cánovas Galindo dijo...

Me gustó el relato, pero he de decirte que el tiempo, a parte de devastar, desgastar, y hacernos envejecer, también nos enriquece el alma, y eso (al fin y al cabo) es lo que siempre quedará con nosotros.
Besos